Los Saharauis viven exiliados en el desierto de Tindouf desde hace
más de 30 años, condenados a un destierro que parece eterno, instalados
en la precariedad, en mitad de la nada y sobreviviendo gracias a la
ayuda humanitaria. A pesar de ello, son un pueblo sociable que vive la
religión musulmana de una forma abierta, sin radicalismos, y que es
conocido por tratar al extranjero como a un invitado, a pesar de que sus
habitantes son las víctimas sin voz de uno de los conflictos más
antiguos y polémicos de la historia de África. Una historia en la que
España tiene mucho que ver, por haber sido la colonizadora de ese pedazo
del continente africano.
En Tindouf las gentes parecen vivir
ajenas a casi todo en la quietud del desierto, pues la larga espera de
algo parecido a una patria les ha convertido en uno de los pueblos más
pacientes del planeta. Hay niños que juegan por todas partes, felices y
con lo puesto, con la única exigencia de recibir algún caramelo por
parte del visitante ocasional, quedándose fascinados por su cámara
fotográfica. Hay también siluetas de mujeres fugaces con coloridas
vestimentas difuminadas en el calor del desierto, ancianos tumbados a la
sombra con sus rostros curtidos por el sol, escenas familiares que
destilan paz y armonía. Tras varios días observando y tomando imágenes
de sus caras y sus vidas, nadie diría que los protagonistas de estas
fotografías llevan desde 1976 viviendo en uno de los lugares más áridos
del planeta, en un ingrato e interminable pedregal en el que han sido
colocados por la fuerza. Que esos niños nunca han visto un parque, que
esas mujeres hacen sus necesidades en el desierto a la vista de todos
porque en sus “haimas” (sus precarias viviendas) no hay letrinas. Que la
subsistencia de este pueblo desarraigado depende totalmente de la ayuda
humanitaria, ya que no poseen ni comercio, ni industria, ni dinero, ni
patria.
Con un simple paseo por los campos de refugiados saharauis
se puede constatar la gran presencia de proyectos humanitarios
financiados por ONG's e instituciones
españolas para la mejora de las
condiciones de vida de este improvisado pueblo.
El idioma en
Tindouf tampoco es problema, pues tras el hasania, el castellano es la
segunda lengua del Sáhara. Una vez llegado al desierto, lo más probable
es que los saharahuis te estén esperando en el aeropuerto con una
sonrisa, un coche y el ofrecimiento de lo poco que poseen, en los
campamentos, sin electricidad ni agua corriente pero con todo el calor humano que solo ellos saben ofrecer. Una vez pasada la
frontera argelina, y ya sobre el terreno, el ambiente es
sorprendentemente amable, pues no hay haima donde no te inviten a tomar
té y a compartir sus escasos alimentos.
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