NO está siendo fácil informar
de la mayor protesta saharaui desde que, en 1975, el Estado colonizador
se desentendió del Sáhara Occidental dejando que Marruecos se anexionara
unilateralmente su territorio y las codiciadas materias primas. Las
miles de personas que llevan casi un mes reconcentradas en siete mil
jaimas cerca de El Aaiún, empiezan a resultar un incómodo grano que se
agranda conforme van pasando los días. Para Marruecos, por supuesto, que
trata de dar una imagen humanitaria ante una protesta política y
humanitaria que exige una vivienda y un puesto de trabajo a quienes les
tratan como ciudadanos de tercera en su propio territorio. Para Francia,
en perfecta connivencia con los opresores francófonos; Estados Unidos,
que amordaza a Naciones Unidas con la amenaza de veto; y España, claro,
que se limita a echar grandes balones fuera.
No hay más que escuchar las primeras declaraciones de la
estrenada ministra Trinidad Jiménez. Decir que este es el momento para
que las partes busquen una solución realista, se sale del carril
diplomático para convertirse en una equidistancia insultante contra el
pueblo saharaui, cuando ella misma recuerda el derecho de
autodeterminación aprobado por la ONU. "Dicho derecho, se satisface de
la forma que lo decidan las partes". Es decir, entre la que masacra y la
machacada. El cinismo es evidente porque la señora Jiménez es la jefa
de la diplomacia del Estado que ha suscrito todas las resoluciones de
Naciones Unidas sobre el derecho de autodeterminación del pueblo
saharaui.
A pesar de la imagen que pretende ofrecer Marruecos, persisten
las restricciones de agua potable, medicamentos y alimentos a quienes
ahora protestan por su suerte política y humana, sin las adecuadas
condiciones de salubridad. La cosa pinta mal. Un grupo de personas
prosaharauis que viajaron desde Las Palmas a El Aaiún para visitar el
campamento saharaui les han prohibido bajar del barco; ellas han
realizado un llamamiento para que la ONU intervenga en el Sahara
Occidental antes de que ocurra "una masacre", pero no hay respuesta.
Para el mundo civilizado, los saharauis son un pueblo
invisible y transparente, acostumbrado a ver este problema bajo la
mirada geoestratégica de la estabilidad del Magreb que asegura
Marruecos. Y el precio es el que el pone el propio Marruecos. Todo
parece seguir igual desde la escapada española que abandonó a su suerte a
este Pueblo. Marruecos solo puede invocar su presencia por la situación
de hecho establecida militarmente, mientras que los saharauis proclaman
la legalidad internacional, que reconoce el derecho de la república
saharaui a la independencia.
Para que los saharauis puedan ser visualizados y ser noticia,
fue necesario que la activista saharaui Aminetu Haidar echase un pulso
con su huelga de hambre en Lanzarote el pasado año, y que tras la muerte
de un chaval de catorce años a manos de los marroquíes, hayan acampado
donde Marruecos tiene muchos efectivos militares. Todo apunta a que la
mayoría de saharauis están dispuestos a empuñar las armas de seguir así
las cosas y yo no dejo de acordarme de García Márquez y su Crónica de una muerte anunciada, en la que la fatalidad se puede predecir con casi toda la novela por delante.
¿Cómo es posible referirse democráticamente a semejante
injusticia sin realizar ni una solo crítica al invasor ni a quienes se
lo permiten? ¿Hasta cuándo los pueblos sin Estado deben sentirse
proscritos y transgresores por defender sus legítimos derechos? Los
saharauis han demostrado, con creces, que han elegido el camino de la
paz para lograr su derecho político. Pero ya sabemos que, a fuerza de
retorcer el Derecho Internacional, ocurre frecuentemente que el verdugo
acusa a la víctima de serlo.
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