Por Benda Lehbib Lebsir / Fotografías: Marcelo Scotti / Fuente: 1saharaui
Que hable sin pensar las consecuencias,
Que digas tu verdad,
aunque lluevan piedras.
Que no pierdas esa fe
Que hoy es eterna,
Esa forma de no ser consciente de ella.
Pequeña gran revolución -Izal-
A lo largo de estas últimas décadas, ha brotado una nueva generación de jóvenes que, motivados por la aventura y el conocimiento (y ayudados un poco por las nuevas tecnologías), han levantado las anclas de sus tierras y se han lanzado a recorrer el mundo. Tal ha sido su recorrido, que hoy en todos los rincones del mundo hay quien orgullosamente lo dice “soy Saharaui” cuando le preguntan de dónde es. Y que bonito suena, de veras.
Generalmente, son educados, críticos con todo lo que los rodea, han pasado por el muelle del sistema y no han quedado satisfechos con algunos de los principales pilares que lo sustentan. Por eso vuelan, queriendo o sin querer pero no hay quien los pare. Son inteligentes, respetuosos, han perdido el miedo a los cambios y han desvalorizado las posesiones materiales. Se trata de gente libre, independiente, que aprecia la compañía y también la soledad. En ocasiones les han llegado a bautizar incluso por gente hecha de otra pasta o todoterreno.
Jóvenes que priorizan el tiempo frente al dinero, y que invierten todos sus recursos en busca de nuevas experiencias. Amables, predispuestos a compartir momentos con desconocidos y aprender cualquier actividad, sin restricciones de género ni prejuicios de clases. Les educaron para enfrentar las adversidades y crecieron a pasos de gigantes.
Son los miles de jóvenes, que nacieron en el lugar equivocado. En el rincón más inhóspito del planeta, mamaron de la sed de rabia de aquellas mujeres que levantaron el Campo de Refugiados donde habitan tras cuatro largas décadas. Nómadas por naturaleza, son la generación del exilio.
Estos revolucionarios, porque lo son, admiran la naturaleza porque en sus genes tienen ese don beduino, y saben que el bienestar siempre se halla cercano a ella. Flexibles con los horarios, a veces incluso demasiado, y con los demás, defienden que nada ni nadie debe alterar su equilibrio emocional. Y mira que es difícil, pero ahí están como si nada.
Personajes estables, que no necesitan constantes halagos para motivarse, e inventan su propio destino en base a sus gustos y aspiraciones. Sin apegos, acostumbrados a las despedidas, y saben que los héroes fenomenalmente trascendentes existen, pero sólo en las películas. No idolatran, pero sí admiran.
Conciben la temporalidad como un hilo que enlaza esfuerzos, descansos y pequeñas recompensas. No compiten con nadie, se alegran de los méritos ajenos, y tratan de mejorar sus aptitudes. Aprecian la pureza de los espacios naturales y se sienten atormentados cuando alguien quiere pasarles por encima sin que medie el respeto. Aman la justicia, la autonomía, y aborrecen la arbitrariedad. Son guerreros que luchan contra la desigualdad y, aunque no presumen de sus cualidades, el carisma que les regala la experiencia, hace resonar sus contundentes mensajes.
Esta generación nómada, que no lo ha tenido nada fácil, es una pequeña porción humana que rompe los esquemas. Constituyen una masa en auge, que no está dispuesta a vivir la dura vida que los suyos ya han vivido. La revolución está proclamada, y ellos son parte de los luchadores que cambiarán el rumbo de las futuras generaciones. Son el preludio, el prólogo del libro que aún está por escribirse, por que como decía Rubén Darío “para qué querré yo la vida, cuando no tenga juventud”.
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