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EL SÁHARA DE LOS OLVIDADOS اِل ساارا دي لوس اُلبيدادوس




"Háblale a quien comprenda tus palabras"
"Kalam men yafham leklam"

Crónicas Africanas: Tolerancia en vivo

Ibrahim es el sonido en lengua árabe de Abraham, profeta bíblico en varias religiones. Así se llama un muchacho que conocí en El Aiún, capital del Sahara Occidental.
Pertenece, por parte de madre, a una tribu de nómadas saharaui, hombres azules, pobladores del extremo occidental del desierto más extenso del planeta.
Su padre es Mauritano, su apellido y su tribu son originarios de allí, nació en Sahara accidentalmente, la inclusión social y la identidad nacional tiene que ver con la pertenencia a una tribu y no a un territorio (los nacimientos se producen al azar en los lugares por donde transitaba su peregrina trashumancia).
Ibrahim forma parte de la primera generación nacida y criada en la ciudad, su pueblo se hizo sedentario apenas hace unas décadas. El país al que pertenece era una Colonia Española hasta 1975, año de la muerte de Franco. Con la desaparición del “Caudillo de España”, los pueblos nómadas del desierto, entre los que se encontraban sus abuelos, declararon la República Independiente del Sahara, sabían que la descolonización era inminente.

Sin embargo el Rey de Marruecos, en entendimiento con sus antiguos colonizadores (Francia y España), reclamó como suyo ese territorio y mandó una oleada de marroquíes pobres y de presos de sus cárceles hacia el desierto, con la promesa de que serían suyas las tierras que ocupasen. Detrás fue el Ejercito Marroquí.
Las tribus del desierto conformaron el Frente Polisario para enfrentarlo, la lucha fue cruel, los habitantes de las arenas contaban con sus caballos, sus camellos, sus fusiles y el apoyo de Argelia.
El ejército marroquí tenía a Occidente tras de sí y las modernas armas que aquí se fabrican. Aún así no lograban controlar a las guerrillas tribales que se movían en el desierto, como fantasmas yendo y viniendo desde la frontera argelina.
Entonces recurrieron a una estrategia cruel e inteligente, cercaron y minaron la extensa frontera de Argelia confinando allí a los grupos rebeldes y cortando el suministro de armas, víveres y apoyo, ocuparon el resto del territorio encarcelando a familias enteras y asesinando a los líderes que caían en sus manos.
Un tío de Ibrahim murió torturado en una cárcel marroquí, la mayor parte de su familia quedó aislada en los campamentos del Frente que resisten en la frontera argelina tras los campos minados. Los saharauis, presos en su tierra, esperan, silenciosamente, que llegue su oportunidad de ser un país libre.
Sueñan, como tantos en África, conseguir un pasaporte comunitario y emigrar a España, pues sus abuelos nacieron en lo que, en ese momento, era territorio español.
Viven la dura realidad de pertenecer a un pueblo oprimido, no consiguen trabajo por su origen tribal y registran una larga lista de muertes y persecuciones en sus familias.
Conocí la casa humilde de Ibrahim, a su madre, a su hermano, me sorprendió que, por tradición nómada, no tienen mueble alguno a excepción de una cómoda que sostiene un viejo televisor, no hay sillas, ni camas, ni mesas, solo alfombras y almohadones.
Una tarde cuando estaba de visita alguien prendió la televisión, las imágenes mostraban hombres que se paraban y se arrojaban al piso, se arrastraban, lo besaban y volvían a pararse. Estaban cumpliendo una peregrinación religiosa (no sabíamos exactamente a que Dios ni en qué país, parecían asiáticos), y debían hacerlo de esa manera por cientos de kilómetros. Tratando de ser simpático dije:- Que gente extraña ¿verdad?.-me miró con cierta sorpresa y respondió.
Cada pueblo tiene su forma de orar, una forma distinta y especial de rezar a Dios.
Con su respuesta simple a mi comentario trivial, el pastor perteneciente a un pueblo oprimido, que reza cinco veces por día y tiene una vida que nos parecería monótona (no bebe alcohol, nadie lo hace pues la religión lo prohíbe, no conoce mujer y no lo hará hasta el casamiento, se divierte jugando cartas y dominó) me mostró ser un hombre sabio.
Me dejó pensando, además de algo avergonzado. Unos días después le pedí que me enseñe a rezar pues quería ir a la Mezquita con él. Lo hizo con respeto y alegría.
Al mediodía cuando el sol del desierto arde en las arenas, escuchamos el llamado a la oración y salimos, en el camino nos encontramos con otros muchachos, y ya cerca de la mezquita fuimos mas y de repente estábamos rodeados de peregrinos multicolores, barbados o lampiños, con su camisón árabe y su sombrero marroquí, o con la vestimenta típica saharaui y el turbante azul que usan los habitantes del desierto, jóvenes, viejos, trigueños, tostados, morenos.
En la puerta de la mezquita fuimos a una fuente y nos lavamos las manos, la cara, los pies, la nariz, una vez purificados entramos al templo. No había en su interior más que alfombras y paredes blancas, nos colocamos en hileras codo con codo orientados hacia la Ciudad Sagrada del Islam. Y rezamos.
Seguí las posturas, pero las oraciones se me habían olvidado, no consigo retener el árabe, repetí un sonido gutural, pero en mi mente no había nada.
Me sentí observado, Alguien en ese lugar estaba esperando mi mensaje, entonces agradecí a Alá por la hospitalidad y generosidad de su pueblo campesino que me permitió entrar a su casa y compartir su oración. Recordé las palabras de Ibrahim “Cada pueblo tiene su forma de orar, una forma distinta y especial de rezar a Dios”, entonces agradecí a todos los dioses y a todos los pueblos a los pájaros y a los árboles, a todo, a todos, por darme la alegría de compartir los misteriosos caminos de la existencia con esos hermanos vestidos (a mis ojos) de formas extrañas y coloridas.
Terminó el rezo en pocos minutos, entonces fui uno más entre los peregrinos multicolores que abandonaban el templo. En alegre procesión retornamos por las calles ardidas de sol.


Por Jorge Santos
Fuente: laopinion.com

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