La esperanza se desvanece, en el exilio no hay pausas ni respiros. De vez en cuando, una leve brisa fresca, unas gotas de lluvia, una noticia saltan entre los yermos, se enredan en las ramas de las talhas, se agazapan entre las dunas, penetran en las haimas.
Llegan los seres queridos desde el otro lado por tierra y por aire. Ancianos que vuelan a lomos de pájaros de hierro, ellos vestidos con sus derrahs, el elzam sobre los hombros como en las grandes fiestas, ellas con sus mejores melfah.
Cargados de regalos, repletos de nostalgia. Buscan con la mirada a sus parientes, al hermano, al hijo, al padre… Y de pronto, el timbre de una voz, un amago de sonrisa, aparecen y se reconocen. Las banderas ondean al viento y todo el mundo se alegra por el reencuentro. Cuarenta años son demasiados; el niño que esperabas encontrar ya no existe, se fue la inocencia de sus ojos, el desierto estropeó su piel de seda, el sol puso fuego en su mirada. Sólo quedan las sonrisas de los que nacieron en el erial, rosas delicadas que, sin cuidados, se agostarán muy pronto. ¿Qué nos han hecho? ¿Y por qué? Es la suerte, el destino.
Dulces los abrazos y las caricias leves, amargos los recuerdos, suaves las palabras. Y el tiempo, tan lento en el refugio, se acelera y corre al galope como un camello desbocado.
Amargas las lágrimas que se pierden en la arena. Y el silencio grita y gritan las piedras.
El té silba en la frenna y canta en los vasos, como ayer mismo.
Por la noche el sueño apaga la luz de los ojos, el viento se lleva los susurros hasta el pozo, las estrellas cantan una canción de cuna.
Mañana, mañana, tal vez mañana, susurra la luna.
Verde la bandera como la esperanza, negra como la noche, blanca como el alba, roja como la sangre, la bandera solitaria sigue ondeando envuelta en la oscuridad.
Por Antonia Pons
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