Era invencible.
El infierno era el
desierto. Y él había nacido en él. Brahim había masticado arena.
Sudado a 50 grados centígrados. Dormido bajo el sol. Y crecido en un
horizonte de dunas. Pero su cabeza era un oasis. Aprendió a ser refugiado
en un campo de refugiados. A gritar al infinito. A escribir Sáhara
Libre. Y a luchar con las ideas. Viajó a España con el programa Vacaciones
en Paz con 7, 8 y 9 años. Conoció el 'paraíso' y regresó al
abismo. La perspectiva europea
le permitió pulir unas ideas de liberación que patrullaban entre la
sensatez y la inocencia. Y así pasaron los años. Entre la lucha
desarmada y la supervivencia. Hasta el 9 de abril de 2009.
Ese día Brahim se
despertó exaltado.
Cerró su puerta de adobe y se unió a la comitiva internacional reunida
en Tinduf para solidarizarse con el pueblo saharaui.
El objetivo era hacer ruido sin hacer daño. Viajar hasta el Muro de la
Vergüenza. Organizar unacadena humana de 2.500 personas y pedir la
libertad del Sáhara, los derechos humanos y el fin de la represión en
territorios ocupados.
Accidente evitable
Accidente evitable
La voz de Brahim acompañaba las
consignas árabes prosaharauis. Hasta que sus ojos se cruzaron con la
provocación. "La sonrisa irónica de los soldados marroquíes que
controlaban el muro desde el otro lado de la alambrada me destrozó".
Dejó de corear. Arrancó una piedra del suelo. Y la rabia ganó el
pulso a la prudencia. Desgarrado, inició su particular
carrera hacia la muerte. Traspasó la barrera de seguridad y se adentró
en el campo minado.
Los gritos rotos de los jóvenes del
Frente Polisario para que regresase al perímetro de seguridad era
música celestial para sus oídos. Cada huella que imprimía en el suelo
reducía las probabilidades de salir indemne. Hasta que agotó los bonus. Apoyó
la pierna derecha y voló. Los reflejos de un joven saharaui
–que también resultó herido– evitaron la tragedia irreversible. Empujó a
Brahim. Pero su pierna ya había acariciado el artefacto. ¡Boom!
Silencio. Y pánico. Fijó la mirada en los puestos fronterizos y encontró
el sarcasmo observado antes de la explosión. "No puedo olvidar esa
imagen. La gente chillando. Yo sangrando. Y, al otro lado del muro,
satisfacción".
Brahim retrocedió hasta el perímetro de
seguridad con una sola pierna y fue trasladado a un hospital en
Tinduf. Perdió el pie derecho. Los medios de
comunicación que acompañaban a la comitiva del Frente Polisario
cubrieron la noticia. Y Alejandro –su padre adoptivo durante las
vacaciones que pasó en Mora (Toledo) hace una década– reconoció en las
fotografías a un Brahim herido de guerra. Contactó con la familia. Y
decidieron que regresase a España. A Mora. Porque el único futuro de
los jóvenes saharauis en los campos de refugiados es el Ejército. El de
Brahim, ninguno.
Ahora espera que el Gobierno le facilite
el permiso de residencia por causas humanitarias.
Quiere ser carpintero. Y continuar la lucha pacífica por la liberación
del Sáhara. Su pie derecho quedó en el Muro de la Vergüenza. Su
dignidad permanece incorrupta.
Artefactos de la vergüenza
El muro de Marruecos
está protegido por
más de cinco millones de minas antipersona que fueron
instaladas en la década de los ochenta. Los dispositivos siguen
instalados bajo el terreno porque el reino alauí rechazó en diciembre
de 1997 firmar el Tratado de Ottawa sobre la prohibición del empleo y
destrucción de minas antipersonales.
Estos artefactos
pueden permanecer
activos durante más de 50 años después del fin de un
conflicto. Colocar una mina cuesta 2 euros y desactivarla puede
alcanzar los 800 euros.
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