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EL SÁHARA DE LOS OLVIDADOS اِل ساارا دي لوس اُلبيدادوس




"Háblale a quien comprenda tus palabras"
"Kalam men yafham leklam"

El ‘leblouh’ y otras dictaduras invisibles


“Todo lo hoy que ves aquí lo construyeron mi madre y mis tías. Mi escuela, por ejemplo. Durante la guerra los hombres estaban donde el enemigo y las que levantaron todo esto, las que construyeron las jaimas, las escuelas, los hospitales, las que atendieron a los heridos e incluso curaron sus heridas envolviéndolas con sumelfa, fueron las mujeres”, explica con entusiasmo Wuarda Abdelfatah, profesora de español, periodista saharaui y sindicalista de la Unión de Mujeres. “Los ayuntamientos donde hoy mandan los hombres fueron construidos por mujeres”, remata.
“Lo único que hicieron los hombres fue colocar Djala aquí, en el culo del mundo”, dice ya entre risotadas la joven Wuarda –'flor del desierto', en árabe– que nació en este campo de refugiados. El de Djala es el más remoto de todos los asentamientos que los saharauis construyeron en esta cuadriculada esquina del mapa que les prestó Argelia hace ya 36 años.


Hasta lo que hoy es esta aldea de chabolas de adobe llegó la gente más desesperada, aquellos que huían del acoso de las bombas marroquís, de la lluvia de fósforo blanco con la que rociaron a los saharauis cuando empezó la invasión de su tierra en 1976, una vez España la abandonó a su suerte.
“No hay ninguna familia aquí que no tenga un pariente mutilado”, afirma la joven. Salieron corriendo, la mayoría eran vecinos de los mismos pueblos, se adentraron en el desierto en busca del lugar más lejano al frente de batalla y a ser posible con agua. Los que eran pastores sabían que merecía la pena hacer el esfuerzo de llegar hasta aquí, tan cerca de la frontera con Mauritania, tan adentro en la asfixiante 'hamada' argelina y tan lejos de las costas saharauis. Sabían que muy cerca había un gran “ojo de agua”. Y así es, debajo de estos arenales a poco más de un metro se puede encontrar agua. Una extensa red de venas, arterias y remansos subterráneos, filtraciones de agua ancestrales que refrescan bajo el aparente pellejo deshidratado de Djala.
Hoy este campamento es pionero en el exilio saharaui de algo tan extraordinario como el cultivo de huertas, plantaciones austeras en el desierto, y también es la avanzadilla de las mujeres emprendedoras. Wuarda cuenta cómo han creado cooperativas de huertos para mujeres, que cuidan entre vecinas. “La naturaleza no nos ayuda, hace sus sabotajes: envía rachas de vientos que cubren de arena todo o a menudo la concentración de sal es muy alta. Pero las mujeres somos muy fuertes y muy brutas no necesitamos más que ilusión”, asevera.
Además de sacar casi 20 kilos de tomate por huerto, las mujeres de Djala abrieron una pizzería para cuando se celebra aquí el Festival de Cine Internacional del Sahara (con solo tres ingredientes: carne de camello, tomate y mozzarella), crearon un taller de costura con el que vender su artesanía en Europa, abrieron su propia escuela de alfabetización de mujeres, y daban clases de informática con unos ordenadores que literalmente funcionaban a pedales: la electricidad se generaba con una dinamo y una bicicleta vieja.
La escuela de mujeres que dirige Maimuna Bubakar, donde colabora Wuarda, funciona sin financiación y en 2009 tuvieron que quitar el cable de luz. En esta escuela también se aprende además de a leer y escribir, planificación familiar y salud sexual.
“Se rumorea mucho sobre que recibimos mucho dinero del extranjero, pero la realidad es que para muchas mujeres el único alimento y dinero que tienen es el que obtienen de los huertos. La mayoría cargan con familias sin hombres. Algunas ONGs dan ayuda, pero te la dan ahora y luego se van. Empiezan un proyecto un año, quizás unos meses, y luego desaparecen, lo abandonan. Es triste. Aquí también se nota la crisis. Lo que necesitamos son proyectos que nos permitan vivir de forma autónoma, sin depender del dinero de España”, argumenta la directora, que obviamente nunca cobró un sueldo ni nada por su cargo voluntario.
Cuando terminamos de charlar con Maimuna Bubakar, Omar –el anfitrión saharaui que me aloja en su jaima– me pega un codazo. “Psss, Daniel, ¿te has fijado en la chica que estaba al lado de la directora, Fátima? ¡Has visto qué gorda estaba!”, me increpa Omar con su acento caribeño de 'cubaraui', uno de esos saharauis que la Habana becó en la isla. Omar pasó casi 14 años, estudiando, cortando caña de azúcar y trabajando. Ahora habla un español antillano.
– Hombre, Omar, no te pases... –le contesto.
– No, no, escucha chico, ¿no te has fijado que estaba como hinchada? Las manos las tenía delgaditas pero el cuello y la cara inflada.
– Puede ser.
– Eso es porque toma pastillas para engordar, no es una gordura natural.
– ¿Pastillas para engordar?
– Sí, yo estudié con esta chica, la amiga de la directora, en Cuba. ¡Si la vieses cuando estaba allí, qué guapa era, qué flaquita y cómo bailaba! Ahora está gorda para gustarle a su marido. ¿Sabes? Aquí las mujeres guapas son gordas. Por eso se toma pastillas.
Omar quita el velo a una realidad bien tapada. A pesar de que como se ve las mujeres saharauis son enérgicas, solventes, inteligentes, eficaces y modernas. A pesar de que son sin duda la vanguardia del feminismo, de la autonomía y de la lucha por la igualdad de género posiblemente en todo el mundo árabe o al menos, sin duda, en el norte de África. A pesar de todo esto, las mujeres saharauis viven –como muchos de nosotros– bajo una dictadura invisible: la de la coquetería.
Cuando le pregunto a Saluka por qué se pone guantes de lana a pesar de que a mediodía casi estamos a 40 grados, se echa a reír. “Porque me gusta”, dice. Su amiga Djeba, más joven pero con más picardía, me cuenta: “¡Pues para no ponerse morena, que luego no va a encontrar hombres!”. Saluka está divorciada y sin hijos. Djeba está recién casada con un hombre mayor que ella. “A las saharauis no nos gusta ponernos más morenas o más negras, es feo, cuando más blanquita la piel, mejor”, asegura Djeba.
Les cuento que donde yo vivo la gente se gasta dinerales y tiempo en ir a lugares a ponerse morenos porque queremos ser más negros. Y aquí, bajo el inmenso sol sahariano, se cubren hasta los pulgares con guantes de lana, sudando tinta, para que les dé menos los rayos y su piel se conserve todo lo clara que el desierto se lo permita. Nos reímos, amargamente, comentando el mundo al revés en el que vivimos.
En cualquier caso no deja de ser una locura de las del mismo tamaño que hacemos aquí. La mujer saharaui es coqueta y cuida mucho su piel, con cremas y ungüentos, y la decora con preciosos y sugerentes tatuajes de henna.
Pero de estas pequeñas torturas que nos auto-infligimos para ser más guapos, más coquetos, más vanidosos, más apetitosos a nuestros pretendientes, la que me cuenta Omar es cruel en exceso.
Por lo visto, es cierto que para muchos saharauis la mujer cuanto más rechoncha y voluminosa, más atractiva. La sensualidad del michelín es un viejo canon extendido al sur del Sahara y al oeste del desierto del Sahel, entre los nómadas, saharauis, los tuaregs y sobre todo entre los mauritanos. El sobrepeso era antaño símbolo de salud y de riqueza.
En Mauritania dicen que el volumen de una esposa se corresponde con el espacio que ocupa en el corazón de su marido. Poemas centenarios mauritanos glosan y se regodean de placer al describir orondas mujeres cuyo peso las hace contonearse muy lentamente y sólo pueden montar a camello con la ayuda de las manos de los hombres, que sin dudarlo las socorrían motivados por el deseo lujurioso. Pero hoy, sin embargo en naciones paupérrimas como estas donde la desnutrición afecta a miles, la obesidad es un lujo, un exceso.
Mauritania con amplios niveles de falta de alimento es uno de los pocos países africanos donde las niñas reciben más comida que los niños y donde hay ciertos niveles de sobrepeso en la población, pero sin nada parecido a una dieta rica en nutrientes.
Algunas familias mauritanas se afanan en sobrealimentar desde los 10 años a sus hijas, para que lleguen a la adolescencia con una lozanía desbordante y conseguir así un buen matrimonio para ellas. Se las alimenta tradicionalmente a la fuerza, asesoradas por ancianas expertas en cebar a jóvenes con dietas ricas en grasas: contundentes leches de camella y masas de mijo, como polvorones gigantes. En el Sahara se hacía mediante purés secos de cous-cous y leche.
Según un reportaje de la BBC en Mauritania en el año 2004 un 11% de las muchachas podrían haber estado sometidas a estos procesos de 'engordamiento'. En este reportaje se describen técnicas como poner pinzas en los dedos de las jóvenes para que el dolor las distraiga de la comida.
Actualmente, no hay datos ni estadísticas fiables en el país que den idea de cuántas jóvenes mauritanas pueden estar sometidas a estos régimenes. Un estudio de 2007 de la organización mauritana Social Solidarity Association afirma que un 7% de las adolescentes en Nouakchott, la capital, lo sufrirían; pero en zonas rurales este porcentaje se puede disparar hasta un desorbitado 75%.
Que se sepa estas prácticas de alimentación por la fuerza no se dan en el Sahara ni entre los saharauis, pero sí es bien extendido ese deseo de estar un poco más entradas en carnes. Engordar en un campo de refugiados como los del Sahara no es tarea fácil, a pesar a de la ayuda internacional, los pequeños rebaños de cabras o camellos o esos escasos huertos, el alimento escasea muy amenudo. Al final, viven en la precariedad del abandono diplomático y en una tierra prestada en mitad de la nada.
Así que las saharauis copian de sus vecinos mauritanos las técnicas más salvajes para estar bellas: las drogas.
Desde Mauritania se introducen de contrabando a los campos de refugiados pastillas que se utilizan para engordar al ganado. Píldoras que se usan para cebar a las vacas. A menudo son pastillas bastante tóxicas y en el mejor de los casos son comprimidos de dexametasona, esteroides o pequeñas bombas de hormonas ideadas para la creación rápida de músculo.
Tanto las autoridades saharauis como las organizaciones de mujeres, tratan de combatir y hacer pedagogía con estas prácticas. Muchos curanderos o médicos tradicionales se quejan de que esas píldoras de contrabando las mujeres las compran en el mercado y luego acuden a sus consultas aquejadas de dolores, pequeñas úlceras o con la cara hinchada y deformada. Son esos curanderos y médicos los que como pueden deshacen el estropicio.
De igual modo en Mauritania, donde la ONG Femmes Chefs de Famille se esfuerza por explicar este problema y tratar de combatirlo. A pesar de que el gobierno, forjado en el último golpe de estado en 2008, no parece al menos muy interesado en mejorar la vida de sus adolescentes.
Pero tanto en Djala, como en Pamplona o en Bombay, estas dictaduras de la belleza son las más crueles, las más atroces, las más voraces, porque los que las gobiernan son los tiranos que llevamos dentro de nosotros, hombres y mujeres. Nos sometemos a barbaridades contra nuestra salud. Ocasionalmente somos nosotros los que voluntariamente doblegamos nuestra libertad y nuestra integridad, por voluntad propia. Por vanidad. Pero más a menudo son otros, la presión social que nos tiraniza sigilosamente. Y por eso combatir estas dictaduras silenciosas es muy difícil.
Ante eso, aquí y allí, sólo nos queda la educación. Pero la escuela de mujeres de Maimuna ya no tiene ni luz a pedales.

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