Cuando Sancho Panza tuvo que impartir justicia como gobernador de la Ínsula Barataria (Quijote II, cap. 45), se le presentó un hombre que reclamaba diez escudos de oro que dio prestados a un vecino entrado en años. El acusado, apoyado en una caña a modo de bastón, le pidió al demandante que le sujetara el bastón mientras juraba, y juró haberle devuelto sus diez escudos. La picardía del anciano no pasó desapercibida ante el iletrado Sancho, cuyo ingenio lo llevó a darse cuenta del valor del (aparentemente inservible) bastón de caña. Ordenó el escudero, hecho gobernador, que el bastón fuese confiscado, que se rompiese delante de todos y se descubrió la triquiñuela del anciano: ¡los diez escudos de oro estaban escondidos en la caña!
En el juicio de los 24 de Gdeim Izik se presentó como prueba un amasijo de armas blancas, sin precintar, sin conservar en envases aislantes, sin restos de sangre ni huellas dactilares, pulquérrimas como recién salidas de la fábrica. Los jueces dieron por válidas las armas como pruebas “inculpatorias”. En lo oculto Sancho Panza descubrió la verdad, en lo evidente los jueces del tribunal militar de Rabat hallaron lo que nadie ve. Sancho fue más allá de lo evidente, los ilustres jueces quedaron cortos ante lo evidente: hierros a modo de escultura; un ornamento para la farsa que debía terminar mal en el último acto.
En lo militar no puede haber justicia, por eso para darle mayor verosimilitud al cuento fue incorporado un nuevo elemento que el espectador identifica con su realidad: un juez civil. Este personaje viene siendo el elemento clave en cualquier obra de corte aristotélica, o partiendo de la mímesis platónica, que magistralmente Lope de Vega explica del siguiente modo:
Ya tiene la comedia verdadera su fin propuesto como todo género de poema o poesis, y este ha sido
imitar las acciones de los hombres. El arte nuevo de hacer comedias (vv. 49-53)
Teniendo todos los elementos necesarios, la puesta en escena debería ser perfecta, o al menos rozar la perfección.
Las acciones de los hombres se imitan: juez civil en una corte militar. La obra, además, al modo aristotélico tiene presentación: una retahíla de acusaciones y hechos amañados; nudo: maratonianas sesiones en un macrojuicio, según la jerga periodística, público mediatizado; y desenlace: condenas desproporcionadas que van de los veinte años a cadena perpetua. Sin embargo, los ilustres jueces leyeron mal la Poética de Aristóteles, que insiste en la verosimilitud como elemento clave en cualquier obra. En un enfrentamiento entre civiles desarmados (o a lo sumo muy mal armados) y militares bien equipados, hay más bajas militares que muertes civiles: inverosímil. Aquí flaquea la obra, se desmorona el argumento y los críticos degollarían al autor.
Más de dos años después de su detención, los presos políticos saharauis fueron juzgados y sentenciados en una semana. Los jueces, al contrario que Sancho, dieron por buena una sola versión, la del zorro astuto que manejó muy bien la técnica de la simulación: simula el delito, el juicio, los jueces, pero lástima que no simule también las sentencias. Si los abogados de la defensa hubiesen simulado que defendían en vez de defender, quizás el juez (el juicio simulado) habría tenido en cuenta sus alegatos, la refutación de los argumentos esgrimidos desde la acusación, la falsedad de las pruebas, la inconsistencia de las acusaciones y el patetismo del juicio. Así todo hubiese sido una obra en la que todos tuvieron una contribución, las sentencias hubiesen sido simuladas, los espectadores volverían a sus casa preguntándose por la rareza de un juez civil en una corte militar, pero asumiendo que le daría una mayor proximidad a la realidad (no así los quisquillosos críticos atentos a todos los detalles). Así, todos habrían cumplido y el productor de la obra, el rey, estaría satisfecho del bien hacer de sus títeres autónomos.
“Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que juraba a su contrario aquel báculo, en tanto que hacía juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que en acabando de jurar le tornó el báculo, le vino a la imaginación que dentro de él estaba la paga de lo que pedían” (Don Quijote de la Mancha, II, 45, p. 892. Edición Francisco Rico, Madrid, 2007, Punto de Lectura).
Mustapha Mohamed Lamin Ahmed
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