Vista satélite de la cinta transportadora que lleva el mineral desde Bou Craa al puerto de El Aaiún |
A 100 kilómetros de El Aaiún, la capital del Sáhara Occidental, en pleno desierto, está la mina a cielo abierto de Bou Craa, el depósito de fosfatos más grande del mundo. No es su único récord: desde la mina parte la cinta transportadora más larga del mundo (construida por España en los años 60) hasta el puerto de El Aiún donde los fosfatos serán procesados y embarcados hacia su destino: los campos de Norteamérica, Asia y Australia.
Pocos conocen la existencia de la mina de Bou Craa y menos aún han estado alguna vez allí. Sin embargo, cientos de millones de personas nos alimentamos gracias al fosfato que sale del subsuelo del Sáhara, cuya privilegiada combinación de sequedad, humedad del Atlántico y restos de animales que poblaron el antiguo mar hace 20 millones de años ha permitido la formación del mineral, un fertilizante imprescindible para la agricultura intensiva.
Pero la mina de Bou Craa tiene sus días contados: en algún momento entre los próximos 60 y 70 años el fosfato se agotará y sólo quedará un gigantesco agujero en el desierto. Para entonces, la población mundial ascenderá a una cifra entre 10.000 millones y 13.000 millones de personas (dependiendo de varios factores, entre otros la comida disponible) y más vale haber encontrado un fertilizante alternativo para abonar nuestros campos. Porque el fosfato se agota, y no sólo en la mina de Bou Craa, sino en todas las excavaciones, según advierte la Iniciativa Global del Fósforo: “No habrá suficientes suministros de fósforo en 30 o 40 años”. Esa es la buena noticia. La mala es que “el fósforo en la agricultura es irremplazable”.
¿Por qué es tan importante el fósforo? Para las plantas, se trata de un elemento (P, en la tabla periódica) imprescindible para hacer la fotosíntesis. Por lo que nos concierne a nosotros, el fósforo es el segundo mineral más abundante e el cuerpo humano, tras el calcio. Si no ingerimos entre 800 y 1.200 miligramos diarios de fósforo, petamos.
Nuestra avidez por el fósforo explica que cada año extraigamos 170 millones de toneladas de fosfato de la tierra (2,4 millones de ellas, procedentes de Bou Craa). Cada tonelada de fosfatos produce 130 toneladas de cereal. En otras palabras, sin fosfatos, no hay comida para todos.
Esto explica también por qué Marruecos invadió el Sáhara Occidental en 1975, arrebatando su territorio (y sus fosfatos y su pesca) al millón de saharauis que vivían en el protectorado español: “Desde luego no vinieron por sus bonitas playas”, comenta el delegado del Frente Polisario en Euskadi, Lih Beiruk. El principal motivo era la mina de Bou Craa, que supone “en torno al 80% o 90% de las riquezas del Sáhara Occidental, unos 4.800 millones de dólares anuales”, según Javier García Lachica, de Western Sahara Resources Watch, una organización dedicada a vigilar –y denunciar– la explotación de los recursos naturales del Sáhara por parte de Marruecos ante los organismos internacionales.
Las reservas de fosfato de Marruecos son propiedad de la empresa estatal Office Cherifien des Phosphates, aunque “empresa real” sería un término más apropiado para definirla: es propiedad casi enteramente del rey Mohammed VI, quien debe una parte sustancial de su fortuna (estimada por Forbes en 2.500 millones de dólares) al fosfato del desierto, marroquí también, pero sobre todo saharaui: Bou Craa es su Potosí.
Mina de fosfatos en Togo. (Imagen: Wikicommons). |
El fosfato es un inmenso negocio para Marruecos y para su monarca. El país africano es el tercer productor del mundo, tras China y EEUU, pero el primer exportador, dado que tanto Estados Unidos como China han establecido fuertes aranceles a los fosfatos, al considerarlos estratégicos para alimentar su población. El 90% de las reservas mundiales están concentradas en 5 países –los tres citados más Sudáfrica y Jordania– lo que confiere una nueva dimensión a la importancia geoestratégica de Bou Craa y, por ende, del Sáhara Occidental.
El agotamiento a medio plazo del fósforo es un problema serio, una confirmación más de que el futuro se ha convertido en un vertedero del presente, pero más inminente es el llamado “pico del fósforo”, el momento en el que la demanda sobrepasa a la oferta, disparando la competencia por el recurso remanente. Los geólogos no están de acuerdo: algunos piensan que el pico no llegará hasta 2030 y otros que ya tuvo lugar, en 1989, lo que en parte explicaría la escalada del precio de los alimentos, hambrunas locales y consiguientes revoluciones sociales.
¿Hay escape a la trampa malthusiana que plantea el agotamiento del fósforo? Sólo una. Al contrario que el petróleo, el fósforo es un recurso renovable: de hecho, lo expulsamos en nuestras deposiciones. La solución pasa por utilizar las heces y los orines humanos para abonar los campos, una técnica que, por cierto, llevan utilizando los campesinos asiáticos desde tiempos ancestrales.
De hecho, antes del hallazgo de los fosfatos minerales, los ávidos campos de la superpoblada Europa se nutrían del guano, que no es otra cosa que la caca solidificada de los pájaros, producto del que Chile detentaba un monopolio de facto. El guano se agotó, pero llegaron los nitratos y los fosfatos para apuntalar la explosión demográfica del siglo XX. Cuando el geólogo español Manuel Alía Madina descubrió Fos Bucraa, en 1947, la población mundial era de 2.500 millones de personas, la tercera parte que en la actualidad.
Por Iñaki Berazaluce
Artículo elaborado con la inestimable ayuda de Ali Salem Alali y Sukeina Aali-Taleb.
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