Ilustración de Roberto Maján
MIAMI BEACH - Sukeina Aali-Taleb
No sé bien cómo fue, quizá fue un viaje precipitado, imprevisto sin ninguna duda, pero hoy sé que fue la cura para aliviar una sentida pérdida. Una de esas pérdidas sin posibilidad de retorno y que solo te das de nuevo con ella en forma de recuerdo. Una pérdida de las de verdad. De las que generan un vacío tan grande que no hay forma de volverlo a llenar. Un vacío con el que aprendes a vivir. Y con el tiempo, aprendes a vivir hasta bien. Feliz. Porque en eso consiste la vida, en generar una disposición perfecta y una increíble capacidad de adaptación a los cambios. La vida es cambio. Y ahí nos vimos, embarcados en un avión de American Airlines, tomando café americano y algún que otro vino para paliar las 11 horas de vuelo. Destino, América.
El saharaui es viajero por naturaleza y rara vez dice que no a un destino tan apetecible.
Ya conocía la América de los rascacielos, incluso cuando aún desafiaban las leyes arquitectónicas dos torres muy altas, gemelas ellas; también conocía las calles de prisas y acento hispanoamericano, de ruido, de taxis amarillos y frío. De gente grande dispuesta a echar unas risas. Conocía la América gubernamental de grandes avenidas, muy limpias, de zonas residenciales, de hojas secas bailando al ritmo del viento, de otoños y charlas sobre cine, música, política internacional y literatura al calor de la calefacción de una casa con dos pisos de altura y tejado a dos aguas. Una casa con una nevera enorme para alojar garrafas de tres litros de leche -entera, semidesnatada y desnatada- y por supuesto con un sótano con varias lavadoras y secadoras para hacer a gusto la colada. La América de grandes centros comerciales, de escaparates, y pasillos relucientes y lisos, preparados para recorrerlos con unas buenas zapatillas con ruedas, si tuviéramos diez años. Que está claro que hace tiempo que ya pasaron.
Pero no conocía la América cálida, de carreteras interminables, sin una curva, la América de recreo. A simple vista, la península de la Florida es así. Apacible.
Hicimos escala en el aeropuerto de Miami, más horas de lo esperado, viajar con músicos te hace la vida más alegre pero no te libras de esperas innecesarias. Se les vigila con escrúpulo no vayan a amenazar a alguien con la guitarra o el cajón. Perdimos el vuelo a Orlando. Zumos, más café, americano, y contorsionismos sobre una incómoda silla que miraba a través de unos cristales la calle. Nosotros mirábamos a la gente pasar y ellos, supongo, nos miraban a nosotros. Mala forma de pasar el jet lag. Músico, profesión peligrosa. A mí como periodista, estoy tranquila, me dejan pasar en todos los sitios. Claramente yo no puedo causar ningún daño. Por fin, embarcamos de nuevo y en una hora llegamos a Orlando. El aeropuerto respira un aire sesentero y como en un sueño asistimos en silencio a esa extraña mezcla entre Disney World y naves espaciales en miniatura con logos de la NASA. Cabo Cañaveral debe estar cerca.
Y ahí estamos los saharauis, que esto de ser nómadas constantes, a veces nómadas forzados, nos hace no desentonar en ningún lado. Cuando haya una expedición a Marte, en la tripulación también no dudo que habrá un saharaui. Se me pasa por la cabeza este pensamiento que nace de un estado de semi-inconsciencia por llevar 24 horas en pie. Nos morimos de sueño. Es ya de noche y una furgoneta negra nos conduce a la costa. Nos alojaremos una semana en Palm Coast, la costa de Orlando.
Amanecemos como si no hubiera pasado nada, estamos ansiosos por pisar la playa. Hace buen tiempo. Caminamos, nos cruzamos con unos y con otros, nos saludan, en América la gente es muy educada, y notamos cómo la arena pica porque está llena de trocitos de conchas. Dicen que si te levantas muy temprano puedes ver algún que otro tiburón. Nos hemos levantado con entusiasmo pero madrugar lo dejamos para el día siguiente.
Las olas sacuden nuestros pies, es el mismo Atlántico que baña la costa del Sáhara. Y nuestra querida anfitriona nos indica que en el lugar en el que nos encontramos, si trazamos una línea recta llegaríamos con la mirada a la costa de El Aaiún, capital del Sáhara Occidental. No me dan los ojos pero la idea me gusta. Mi hermana Suilma, músico de profesión, se encarga de poner la banda sonora al viaje. The love I have for you, la acabaremos tarareando todos. Y es que de eso que mueve el mundo, tenemos los bolsillos llenos.
Los días transcurren tranquilos y asistimos a la boda de un primo saharaui con una chica de la zona. Nos sentimos parte del argumento de una buena comedia romántica americana. Damas de honor preciosas, con vestidos color lavanda, sillas blancas sobre el césped, recién regado, pequeño escenario con tules blancos y flores; y al fondo, el mar. Todos son guapos. Todos somos guapos si pones un buen escenario. Ya que contamos en el grupo con dos músicos, cantaremos y tocaremos algo, las niñas también se arrancan a hacer los coros. Suena muy bien el acento español. Gustamos. No somos un buen ejemplo para que en América dejen de pensar que en España todos somos flamencos y sabemos bailar y cantar.
La próxima vez dejaremos los instrumentos en casa... No, no es verdad. Qué bien sienta descansar. Y los días se nos escapan rápido entre baños, buena charla, música y comida integral. Nunca comí una hamburguesa en América.
Es momento de continuar el viaje. Nos repartimos en coches, automáticos. Me toca conducir un reluciente Chevrolet. Advierto que las niñas es mejor que vayan en otro coche con un conductor más experto y conocedor del lugar. Una cuestión de seguridad. Suben a un coche conducido por una amiga médico descendiente nada menos que de Albert Einstein. No me parece mala elección. Doy por hecho que conducirá mejor que yo, al menos, un coche automático. Me hago a los mandos y mi cuñado, Nico Roca, se sube a mi lado. Los dos sabemos conducir, pero yo como eficiente periodista tengo mi carnet internacional en regla. Nico, músico, percusionista y baterista, de rock, eso sí, se ha olvidado de renovar el suyo. Del cajón, no se olvida.
Me toca conducir a mí. No me importa. Enciendo el motor y fantaseo con ser la prota de una road movie. Y es que todo es posible en América. Las indicaciones son sencillas, coged la A95 y llegaréis a Fort Lauderdale. Nos indican una playa, pero ese dato se nos escapa. Yo estoy pendiente de los nuevos mandos y mi cuñado está pendiente de si llevamos algo de comida para el camino. Se nos olvida que los pueblos en América son grandes, y como europeos nos hacemos los listos y no volvemos a preguntar. He de indicar que me siento tan europea como saharaui, y en esos días no me siento tan lejos de la nacionalidad americana. Qué fuerza tienen las palabras. Las personas, pues son otra cosa que no precisan etiquetas. Nico me aconseja que me ate el pie izquierdo al suelo, no lo hago, pero durante las 245 millas de trayecto, tengo presente a mi pie izquierdo y la idea de que no se debe mover. No se mueve. Y estamos tranquilos, tenemos comida. La caravana de coches pronto la perdemos de vista, unos paran para echar anticongelante, otros para echar gasolina… vamos los primeros, pero no lo sabemos.
Las carreteras son amplias, fáciles para llevar un coche nuevo, son aburridas, no te puedes equivocar. Y así transcurren los cerca de 400 kilómetros, al cambio, sin saber que somos la avanzadilla.
Una vez en Fort Lauderdale, paramos. Comemos algo mejor que los dos plátanos que llevábamos en la guantera. Y retomamos el camino hacia la playa. Es un pueblo de costa con aeropuerto. Eso nos indica que no debe ser muy pequeño. Pero nos detenemos en la playa que nos parece la principal y también la más popular. La Wifi hará el resto. Conectamos con otra de mis hermanas en España que nos indica la dirección de la casa a la que debemos acudir. Ya nadie se puede perder. Es tan difícil coger el camino incorrecto… Cómo han cambiado los tiempos. Llegamos. Llegamos los últimos, permítannos ese lujo, el de tomar algo fresco hablando poco inglés frente al océano. En USA al océano se le llama ocean y al mar se le llama sea.
Estamos frente al océano, con el parquímetro puesto, y recordando que las olas que irrumpen en la playa más transitada, son las mismas que bañan al Sáhara. La idea vuelve a gustarnos, más con cerveza en mano. Es la misma agua. El mismo mar. Perdón, el mismo océano. No te entienden en América si las palabras no son las adecuadas. Respetemos el diccionario y a aquel que redactó la definición. Océano, al océano. Y mar, al mar. Es más, en España, tenemos de todo.
Nos gusta la idea de haber llegado sin GPS, con las mínimas indicaciones, como sucede en el desierto. Somos nómadas, orientados. Consideramos que estamos preparados para aproximarnos a Miami. Y allí nos personamos. Esa pasarela barrida de mansiones y con caída libre al océano es maravillosa. Es digna de un comienzo de película. Ventanillas bajadas y la velocidad justa, escasa diría, en la que puedes sacar a gusto un brazo. Huele a mar, perdón, huele a océano. Destino, Miami Beach. Somos turistas. Y eso, no nos lo perdemos. Lo cierto es que allí nos sentimos público de un verdadero espectáculo. Mojamos nuestros pies en el agua, sorteando cuerpos perfectos de hombres y mujeres, muchos sospechamos que operados. Tanta perfección no existe en el cuerpo humano. El cuerpo se pliega, deja a la gravedad que demuestre sus reglas, varía de color, también de textura… la perfección de lo imperfecto. Pero eso solo lo vemos en nuestros cuerpos.
El agua se tiñe de tres tonalidades que van del azul cristalino al verde esmeralda. Parece un mar dibujado. Nos sorprende la presencia de policía no muy lejos del agua. Patrullan sobre la arena con coches bajos poco adecuados para el terreno. Ese pensamiento solo se le cruza a una persona del desierto. En el Sáhara utilizamos cualquier coche, lo importante es que te lleve de un sitio a otro, aunque preferimos el Land Rover. Bueno, ahora diría que mejor los Nissan Patrol del personal de Naciones Unidas. No corren, vuelan en el desierto. Insisto, cómo han cambiado los tiempos.
Y asistimos a la segunda parte del show cuando nos sentamos en una terraza a comer algo. El paseo marítimo no desmerece a cualquier película ambientada en la conocida playa. Suena la música, desfilan los coches caros, Lamborghinis, Ferraris y cuerpos contorneados saliendo por las ventanillas e incitando a pasar un buen rato. Todo es alegría. Todo es espectáculo. Todo es mostrar. Todo es aparentar dinero y felicidad.
Yo no conocía esta América, solo había oído hablar de ella. Durante unas horas hace gracia, luego cansa. Aún así no nos sentimos bichos raros. Ni siquiera por nuestro acento, les gusta cómo suena el español y a nosotros nos gusta cómo suena el acento cubano que escuchamos hablar a camareras y camareros. Los clientes hablan inglés. No veo niños.
Pronto volvemos a Fort Lauderdale donde parece que la calma regresa, también la buena charla y el descanso. Concluimos nuestro viaje pensando que en América hay muchas Américas, distintas, incluso opuestas. Nos embarcamos con destino a España, Iberia nos llevará de nuevo a casa. Una de las niñas selecciona en su pantalla la película Frozen, y dice con sonrisa amplia: “es la octava vez que la veo”. Su sonrisa indica que da igual, la va a ver como si fuera la primera vez. Descubrirá nuevos comentarios y detalles. A nosotros nos pasa igual, sin duda, volveremos encantados, aunque nos paren en el aeropuerto. Preferimos que no nos paren, advierto.
Fuente: blogs.elpais.com
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