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Marisa Sidi, española y saharaui: una historia contra la resignación

Marisa Sidi nace el 22 de diciembre de 1994 en el campo de refugiados saharauis “27 de febrero”. Descubrí  la historia de Marisa en una comida con amigos, más bien la intuí porque no hablamos mucho. Yo le pedí que me contara cómo había llegado hasta aquí, a estudiar Biotecnología en la UMH de Elche y, aunque ella no se considera alguien especial, aceptó. Pero lo es. Con cada anécdota y cada recuerdo lo va demostrando.

Con orgullo me cuenta que sus padres se conocieron allí. No quisieron quedarse en el Sáhara ocupado por Marruecos y se exiliaron al “27 de febrero”, en los campamentos de Tinduf, en suelo argelino. La vida en el campo no es boyante pero están en paz. Todo lo contrario que en el territorio marroquí, donde la gente vive rodeada por el “muro de la vergüenza” y por el acoso de las fuerzas de seguridad del rey Mohamed VI. Hace unos años, su primo participó en una manifestación por la libertad del pueblo saharaui y desapareció, comenta con indignación. Con tanta como cuando me explica la Marcha Verde, “tú te crees, ponerle Marcha Verde como nombre, con lo que significa el verde para nosotros, es la paz y eso trajo de todo menos paz”.

El campo “27 de febrero” es muy extenso y las personas están divididas según su procedencia tribal. La familia de Marisa es l’3rusillin. Dice que es un grupo de gente conocido por ser muy morenos y “tontos”. Me cuesta creerlo. Es la penúltima de ocho hermanos y profesan el Islam, “mis padres dan gracias a Dios por todo lo que han conseguido”, afirma. Le pregunto por el papel de la mujer en esa sociedad, tan desconocida para mí. Ella dice que “contrariamente a lo que se piensa la gente, la mujer saharaui es la que manda. En mi casa no se hace nada sin el permiso de mi madre”. Hablamos del burkini, ella alude a la libertad de la mujer para vestirse como considere: un asunto que se lo aplica a ella misma  ya que su vestimenta es completamente occidental.

La alegría con la que Marisa habla de su vida en el campo de refugiados nos permite entrever el carácter de este pueblo. Gente positiva, a la que le gusta vestir con colores llamativo, la música y el baile. Podría aludir al hambre, la resignación o la monotonía. Sin embargo, sus recuerdos están cargados de juegos. Me cuenta que uno de ellos consistía en atar una piedra en el final de una tira de tela para luego darle vueltas hasta que saliera volando. Ese retal lo recortaba de las melfhas (vestido típico saharaui) de su madre y le llevaba a estar castigada muy a menudo.

Alguno de sus relatos deja entrever las necesidades por las que pasa la familia, por ejemplo, Marisa y sus 8 hermanos dormían en la misma habitación, en fila. Comían y cenaban siempre lo mismo, lentejas y arroz, para ellos comer es “recargar energías, no lo veíamos como un placer”, me explica.
En algún acontecimiento especial, como una boda, descubrían algunos alimentos y “alucinaban”. En una ocasión, cuando no tenía más de 6 años, pasó por un almacén donde tenían guardada comida proveniente de la cooperación internacional. Aprovechando que no había nadie vigilando entró. ¡No podía creer que hubiera tantas zanahorias! Para los niños son tan apetecibles como las chucherías. Cogió una con cada mano pero la descubrieron. Muerta de miedo, corrió hasta que llegó a la jaima de su abuela. Allí se dio cuenta de que no había conservado ninguna de las zanahorias. La invadió la tristeza. La ayuda humanitaria es prácticamente el único medio para sobrevivir en el campo. Aún no tienen agua corriente pero, recientemente, han conseguido la electricidad.
Campamento “27 de febrero”. Fotografía de Daniel Bobadilla.

Cuando cumplió cinco años, sus padres decidieron apuntarla al programa “Vacaciones en paz”. Supondría la primera de las tres veces que vendría a España. Marisa me recalca que la familia que la acogió era de Borjas Blancas, en Lérida. Aún mantiene contacto con ellos. En los dos veranos siguientes fue acogida por las mismas personas de Romai, en Pontevedra. En ambos hogares la hicieron sentir una más. Aún se asombra del control médico y de la dieta hipercalórica que debía llevar y de las patatas fritas con kétchup y mayonesa, claro. Decido hacerme eco de aquellas voces que repiten que “Vacaciones en paz” genera frustración a los niños que vienen de los campos saharauis y que después de estar en el “primer mundo” unas cuantas semanas deben volver a casa. Ella me aclara su postura con otra anécdota. Con 7 años y estando de vacaciones con la familia pontevedresa, sus padres van a recogerla. Habían decidido vivir en España. Marisa se cabreó, no iba a volver a ver a sus amigas y al resto de sus hermanos. Ella volvía contenta a “27 de febrero”. Con el tiempo comprendió que fue una muy buena decisión. Sin embargo, no guarda recuerdos agradables del colegio porque no entendía el idioma y no se sentía bienvenida.

Marisa, junto a sus padres y su hermano pequeño, se asentaron en Almansa. Excepto ella, su familia sigue viviendo allí. Son personas queridas en el pueblo. Me cuenta que su padre sigue poniéndose el uniforme de trabajo aunque ya está retirado. Están convencidos de que todo lo que han conseguido se debe a la gracia divina, restando importancia a su coraje, a sus ganas de salir de la resignación del campo de refugiados. Por ello, cuando Marisa comienza a hablar de sus progenitores se llena de orgullo. Su padre formó parte del Frente Polisario. Cuenta que recibió adiestramiento en La Habana, Cuba. Fidel Castro tenía puestas sus esperanzas de expandir el comunismo en el pueblo saharaui y, aunque ese deseo no prosperó, el acento de la isla es el que se escucha en las clases de español y en boca de los médicos.

La familia Sidi tiene la nacionalidad española. Los padres nacieron en el antiguo Sáhara español y, gracias a eso, pudieron reagrupar a sus hijos, una vez vinieron a vivir aquí. Marisa lo ve como una puerta abierta al mundo, como la posibilidad de poder viajar y de cumplir sus sueños. No supone nada más. Por la historia, por cómo se comportó nuestro país con el pueblo saharaui y como continúa haciendo oídos sordos a unas reivindicaciones que tras largas décadas van cayendo en el olvido.

Nos despedimos. Ella se va nerviosa a hacer una entrevista de trabajo. No pudo mantener la beca universitaria por una asignatura, me comenta. Le deseo suerte, o mucha mierda, no lo recuerdo. Yo intento repasar todo lo que hablamos, no quiero pasar por alto nada, y me reafirmo en que es una historia que ha de ser contada.

Por M. Laura Martín

Fuente: eltaladro.es


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