Éste es un pueblo que se muere de sed; quieren beberse el mar pero no les dejan. Están condenados a la arena, al polvo del olvido y andan como se anda en el desierto, despacio, hacia ninguna parte, porque el único oasis donde bañar sus sueños se secó hace 40 años. El pasado de los saharauis es un espejismo, su presente un muro infame cuajado de minas, pero en el futuro, ahí sí, persiste su alegría.
Ellos prefieren anclarse a un futuro, en lugar de lamentarse con la nostalgia de otros tiempos y en ese camino que queda por delante no están solos.
El FiSahara es un arrebato cinematográfico, una idea tan delirante que ha acabado funcionando. Desde hace 10 años personas del mundo del cine, activistas y voluntarios se han empeñado en mantener un festival en el campo de refugiados más apartado de todos, pues los quijotes no entienden de lógica. Dajla es una ciudad, o un territorio, o un sitio -que no se yo cómo definirlo-, situado a unas cuatro horas en carretera de la ciudad de Tinduf, en el suroeste de Argelia. Hasta allí llegan todos los años cajas con proyectores, películas, esperanzas, pantallas, camiones, solidaridad, actrices, payasos y voces para gritar al mundo lo que allí tiene lugar.
Y a este lugar llegamos mi socio Yeray y yo, con la intención de grabar la magia de un festival con vocación de desaparecer, porque no hará falta soñar ficciones cuando se haga justicia en el mundo real.La de los saharauis es una historia repetida, de esas en las que alguien empieza hablando de los “otros” y acaban con un muro de casi 3.000 kilómetros. Se suelen levantar muros con la misma facilidad que se pierde la memoria. Las minas que acompañan la alambrada, cuando explotan, nunca hacen suficiente ruido y es que el mundo se está quedando sordo. Muchos gobiernos, de tanto mirar a otro lado van a acabar con una tortícolis humanitaria crónica. Marruecos les ha quitado el mar, pero es la pasividad internacional la que les quita las ganas.
Pero no quiero hablar del Frente Polisario, ni de reivindicaciones políticas. Yo no me llevé al desierto una kufiyya palestina, ni escuché las protestas encendidas tras un atril, fueran actores o ministros, ni se me ocurre mezclar banderas que no comparten causas en absoluto. A veces, de tanto mezclar revoluciones, acabamos importando consignas ya desgastadas por otros.
Por eso me parece mucho más elocuente, por ejemplo, su forma de bailar bajo las jaimas. Los jóvenes necesitan bailar, aun en un mundo de arena, bailar a la sombra de ese desierto que no puede con ellos, bailar por un mañana sin tanta cabra ni tanto sol. La mayoría no conoce su hogar, el Sahara Occidental, libre de barreras, pero brindan con el té más dulce que haya probado en mi vida por ver un día los confines de su tierra, alcanzar la costa. Hoy se consuelan con ese espacio yermo que les han dejado, lejos del estrépito de las olas, pero siguen bailando porque la fe sobrevive al sopor eterno de Dajla.
Durante cinco días estuvimos grabando la dignidad de un festival que congrega a la población local y no hay nada más conmovedor que la mirada de un niño descubriendo un cine al que le falta el cine. Una inmensa pantalla bajo las estrellas y el pundonor de quienes han montado tal dislate bastan para obrar el milagro. Las mujeres se ocultan bajo las melfas, pero sus ojos lo cuentan todo. Miran las películas con una emoción universal y los adolescentes se creen héroes viendo “La Vida de Pi”, un film que cuenta la historia de los saharauis, pero al revés. Al fin y al cabo, éste es un pueblo náufrago en el desierto, que busca el mar con desesperación.
Fuimos testigos de los desfiles patrios de la población local y las carreras de camellos. Los payasos hacían malabares para divertir a los niños. El Sahara se llenaba cada día de zancudos y periodistas, de niños correteando, de grafiteros alegrando las fachadas, de cantantes animando las tardes. Los activistas impartían talleres sobre cómo contar la historia de este pueblo, cómo llegar al corazón del mundo y avivar conciencias. Nosotros grabábamos todo eso, arrastrábamos el trípode y las cámaras a 40 ºC, de un lado a otro, sin acabar de entender que es posible convertir la arena en una fiesta.
Luego nos retirábamos a dormir con una familia, que más que acogernos, velaba por nosotros. Nos honraban con carne de camello, con pollo asado y cus cus, con frutas, té dulce y con agua en abundancia. Los saharauis comparten la hospitalidad musulmana y la solidaridad del desierto lo que convierte cada jaima en un hogar para cualquiera. No escuché rencor en sus conversaciones, ni vi aspavientos en los gestos. Ellos sonríen más que nosotros, mostrando dientes castigados por el exceso de azúcar y la escasez de dentistas. Sueñan con otra realidad, porque no hay alternativa; aquel pedazo de Argelia no es un futuro, pero allí siguen, de momento, ancianos y niños con 40 años de más.
Después de casi una semana, nuestro vuelo despegó de Tinduf con un montón de periodistas y organizadores y gente del cine y los documentales y nos llevamos arena en los bolsillos y una buena dosis de silencios para el camino de vuelta.
Desde la ventanilla pude ver cómo quedaba atrás ese desierto déspota, que no quiere acabarse y acalla el grito de los hombres. Me estremeció pensar en la soledad que habrá dejado tras de si el festival en Dajla, sin payasos ni películas. Sólo desierto. Creo que ese era el momento de quedarse, en el después, cuando ya no hay fiestas ni cus cus. Cuando los jóvenes bailan, sin la presencia del extranjero, sólo ellos soñando un mundo abrazado por el mar.
Por Daniel Landa (texto y vídeo) / Yeray Martín (vídeo)
Fuente: viajesalpasado.com
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