«Cuando volví a dormir bajo las estrellas, supe que al emigrar había perdido una parte de mí. No sabía si aquello había empeorado o yo me había aburguesado», dice el economista y escritor saharaui Omar Slama.
Omar Slama tiene 28 años y nació en uno de los campos de refugiados más antiguos del mundo. Es saharaui, creció en Tinduf. «Aquello es un sitio inhóspito; está en el desierto argelino. A mediodía, la temperatura puede alcanzar los 50 grados y, por la noche, caer hasta los dos grados bajo cero. La vida allí es muy difícil; nadie está allí porque quiere. Cuando Marruecos invadió el Sahara Occidental en la década de los setenta, la gente huyó por el único sitio del que no venían las balas».
Él no había nacido todavía, pero los relatos familiares y de su comunidad mantienen ese momento muy presente. «Las familias se llevaban ‘el baúl del retorno’ porque pensaban que era cosa de semanas, que el conflicto acabaría y que podrían volver», cuenta Omar. La actualidad les devuelve una realidad muy distinta, con segundas y hasta terceras generaciones de saharauis naciendo en esos campamentos. Llevan cuarenta años provisionales asentados en una tierra que no les pertenece.
«Hace algún tiempo, estaba recorriendo aquello con un político vasco que quería conocer de primera mano nuestra realidad. Buscábamos una jaima concreta y nos costaba encontrarla. Él observó que si tuviéramos calles, sería más fácil ubicar las cosas. Yo le expliqué que, si hubiéramos querido construirlas, lo habríamos hecho hace mucho. Tenemos nombres de mártires suficientes. La razón por la que no hay infraestructuras es porque no aceptamos quedarnos allí. La gente sólo piensa en regresar a su tierra».
A diferencia de muchos otros, Omar tuvo la oportunidad de viajar. Vino a Euskadi en 1997, dentro del programa solidario ‘Vacaciones en Paz’. Han pasado diez años, pero recuerda muy bien el impacto de los primeros días. «Todo lo que ves te impresiona, desde las piscinas municipales hasta el interruptor de la luz. Te caes de la cama porque no sabes dormir en una, nunca lo has hecho. Te quedas maravillado viendo los grifos del baño. Aquí, giras una rosca y sale agua. En los campamentos, tus padres caminan siete kilómetros para traerla en bidones».
«’Vacaciones es paz’ es un programa muy beneficioso para todos. Los chavales que venimos tenemos la ocasión de ver mundo. Y los niños cuyas familias acogen, que están acostumbrados a tener todo, valoran mucho más las cosas después de una convivencia así», pondera Omar, que vino por dos meses y se terminó quedando.
«En realidad, es un acuerdo humanitario con unos plazos concretos. No se permite la adopción de niños saharauis. Lo que ocurrió en mi caso es que, cuando llegó el momento de volver, estaba escayolado. Me había hecho un esguince y no podía volar con un yeso en la pierna», explica.
Una oportunidad
Sus padres biológicos y los de acogida se pusieron de acuerdo: Omar se quedaría hasta diciembre. «Me apuntaron a clases... y me iba muy bien. Era buen estudiante. Como mi familia de acogida podía hacerse cargo de uno más, volvieron a hablar con mis padres. Decidieron que lo mejor para mí era quedarme aquí. Obviamente, para las madres es muy duro. Se les parte el corazón en dos. Pero, aunque echen de menos a sus hijos, no les cierran las puertas a un futuro mejor, a la posibilidad de crecer y desarrollarse de otro modo».
A día de hoy, Omar es independiente: vive solo y trabaja en una gestoría. Estudió Marketing y Economía en la universidad, si bien dice que lo suyo es la cooperación social y la escritura. «Soy más de letras», asegura él, que colabora con la publicación digital ‘Un mundo en conflicto’. Allí analiza y describe el problema que conoce más íntimamente, el de los refugiados saharauis. La reciente muerte del presidente Mohamed Abdelaziz lo ha dejado «abrumado y muy triste». Desde hace 40 años, Abdelaziz «era nuestra cara más visible. Siempre abogó por la paz. Lo hemos aprendido a querer a base de gestos, no de palabras», dice consternado.
«Los campamentos de refugiados son un drama», asegura Omar, y es difícil contradecirlo en estos días en que la televisión arroja imágenes durísimas de la población siria. «Viajo a menudo a donde está mi familia; acompaño a personas y grupos que van desde aquí, que cuentan conmigo como guía y como traductor. Lo que ves siempre es duro y te cambia como persona, aunque yo nunca me quedé tan impactado como cuando fui en 2008. Había pasado muchos años sin ir y vi cómo la gente dependía de la ayuda exterior; no sólo de las organizaciones solidarias, también de sus familiares. Eso me llenó de responsabilidad. Cuando volví a dormir bajo las estrellas, supe que al emigrar había perdido una parte de mí. Aquello me chocó bastante. No sabía si las cosas habían empeorado o yo me había aburguesado».
Por Laura Caorsi
Fuente: elcorreo.com
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