He hablado con una vieja amiga saharaui. Vive en los campamentos de refugiados en Tinduf, Argelia, en la inhóspita Hamada, un duro pedregal sin vegetación de ningún tipo en medio del desierto del Sáhara que se conoce como “el lugar donde Dios no hizo nada”.
Me habla de su temor ante el inicio de las hostilidades entre las tropas saharauis y las marroquís. Ella tiene una edad importante y recuerdos de cuando los españoles administraban el Sáhara Occidental, una provincia española.
Recuerda el cine de la capital, El Aaiún, sus playas, cuando tuvo su primer DNI español, cuando observaba a los jóvenes españoles que hacían la mili con curiosidad y miedo... Aprendió español, lo suficiente como para que 45 años después aún pueda saludarme por teléfono y tener una conversación hasta que su nieta tiene que hacernos de traductora.
Recuerda el éxodo después de la Marcha Verde, de la persecución por el desierto de las tropas marroquís, los bombardeos con napalm, las promesas y juramentos, nunca cumplidos, de las autoridades españolas y del rey emérito, Juan Carlos; la desidia, el abandono y la falta de reconocimiento de sus derechos por parte de los gobiernos españoles.
Me cuenta que ella tiene sus baúles preparados para el regreso a casa, pero que quiere dejar uno enterrado en el desierto: el los sufrimientos, los agravios, las penurias, los rencores.
Me pide que cuente sus sueños y sus pesadillas, que los españoles entendamos que es madre, que es abuela, que no quiere perder a sus seres queridos, que la ayude contando que quiere ser libre y volver a casa, que quiere enterrar ese baúl.
Y yo no sé cómo explicarlo.
Por Rafael Martínez Buenaventura
Fuente: elperiodico.com
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