Por Benda Lehbib Lebsir / Fotografías: Víctor Jiménez / 1saharaui
No te rindas que la vida es eso,
continuar el viaje,
perseguir tus sueños,
destrabar el tiempo,
correr los escombros,
y destapar el cielo.
No te rindas.
Mario Benedetti.
Me apetece quejarme de alguien. De muchos, o quizás del mundo entero. Pero, a la vez, de nadie. Quizá esté loca. Y puede que no. No lo sé. Quiero matar este sentimiento de rabia, de impotencia, y de injusticia que me abruma. Que me acompaña desde hace bastante poco sí lo comparo con el del resto de los míos. Un sentimiento a veces de tristeza y otras muchas, de orgullo que siempre se apodera de mí y en ocasiones me quita las ganas de todo, y en otras tantas, me da la fuerza para seguir.
Por eso, quiero quejarme de alguien, de muchos. Para hablar de las injusticias, y olvidar lo incomprendida que me sienta a veces. Para dejar que mi imaginación vuele y no se estanque en este frío mundo que te dice a la cara que no creas en el diálogo, que los Derechos Humanos no existen, que ser un refugiado debe ser algo puntual, un pequeño “paso” para darte cuenta lo que otros pueden hacer por ti, poniéndose a prueba. ¡Y qué lástima, de veras!.
Me apetece estar en mi tierra, conocer mi gente, familiares que ni siquiera mis padres conocen, vivir de mi trabajo, y no de la ayuda humanitaria. Que mis hijos estudien en las escuelas donde yo no pude estudiar y que mis padres no mueran en el exilio. Me apetece expresarme, pero sobre todo, quejarme. Estoy cansada de siempre ir hablando de los 42 años que lleva resistiendo injustamente mi pueblo. Estoy cansada, de seguir intentando siempre hacer la maleta ir dos meses, volver, y ver que todo sigue prácticamente igual, ancianos que no ven salidas, mientras el reloj corre en su contra, generaciones como la mía intentando, haciendo malabares contra las adversidades que se les han impuesto, mujeres con tan solo 30 años marcadas por mil obstáculos y es que estoy cansada, muy cansada de tanta guerra. Y no guerra.
Me apetece quejarme con alguien que no sepa nada de la causa saharaui, que se sorprenda cuando le hablo de esta dura realidad. Porque me aterroriza siquiera plantearme la idea que pueda estar otros 42 años esperando.
A lo largo de estos años han cometido un error, y es que no me han enseñado a callar y esperar. A combatir la soledad desde el silencio. Y quizá descubrir que no se tiene porque estar tan mal, porque siempre quien la sigue, la consigue. Pero no es cansancio, porque sí.
Y si algo he aprendido, es el valor de la resistencia. Y es que es, innato a mí buscar la aprobación de los demás. El correr a demostrar que lo vamos a conseguir, que sigamos, que estamos cerca, que tan sólo es cuestión de tiempo, un poco. Un poco más. Porque, aunque sea mentira, al menos, acaricio el valor que se desprende de esa gente que tanto ha dado a la historia, y ya no sólo a la suya sino la del mundo entero. Al menos de esa forma, puedo sentirme un poco menos cansada.
Me apetece quejarme con alguien, pero alguien que sea novato en este mundillo lleno de porqués sin respuestas. Alguien que no juzgue. Alguien que sepa escuchar. Alguien a quien, de verdad, no le importe el reloj, y a ser posible alguien amante del té. Tanto o más que yo. Alguien natural. Alguien quien me entienda solo con mirarme, porque en cierta medida “quién no entiende una mirada, tampoco entenderá una larga explicación”. Y ya puestos a pedir, para no excluir a nadie, que sea alguien con quien en ninguno momento haga falta disimular, ni añadir filtros a la conversación, me escucha y con eso me vale.
Me apetece quejarme con alguien. Alguien que sea amante de las historias reales, y sepa llevar mi bandera donde quiera que esté pero sobre todo que rellene ese hueco cuando todos los demás se van. Alguien que, aun yéndose, no se va. Alguien que elija estar en mí (nuestro) bando, por que a estas alturas, o nos quejamos o se nos va de las manos, sí la impotencia y esas cosas de las que me llevo quejando un rato ya. Me quejo y mucho, pero no me rindo ni por asomo.
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