Una vez más, las autoridades marroquíes han tomado la iniciativa para acallar cualquier signo de protesta o desafío, del signo que sea, a su autoridad. Para ello, han aplicado la justicia con todo el rigor, y más allá, que han considerado oportuno. El asalto por las fuerzas de seguridad marroquíes, el 8 de noviembre de 2010, al campamento saharaui de protesta de Gdeim Izik, a las afueras de El Aaiún, donde se concentraban 20.000 civiles, se saldó con 11 policías muertos y dos saharauis, una tragedia. No debió haber sucedido. Cada vida es única y valiosa por sí misma, ya sean de unos o de otros. Ahora bien, en cualquier sociedad democrática esto habría derivado en una investigación judicial completa que diese con los culpables, con los responsables de tales muertes que, por otro lado, desacreditan la causa saharaui. Pero ante la falta de pruebas se procedió a la detención de 24 activistas que sí estuvieron en el campamento. Ni los vídeos presentados por la fiscalía ni las huellas dactilares de las armas recuperadas coinciden con ninguno de los condenados. Ahora bien, la confesión, bajo coacción o tortura, según denunciaban los acusados (y que el tribunal se ha negado a investigar), ha sido el único aval con el que han contado para proceder a la sentencia condenatoria. Ocho han sido las cadenas perpetuas y el resto, salvo dos, son largas condenas de prisión. Ese ha sido el resultado del proceso.
Una vez más, Marruecos solo busca acallar cualquier intento que derive en un reconocimiento del pueblo saharaui. Y, una vez más, la comunidad internacional de forma incomprensible sigue mirando hacia otro lado o no presiona de manera eficaz, como si la cuestión se pudiera resolver con buenas intenciones, al margen de la legislación internacional y los derechos humanos. Marruecos es un fiel aliado de Europa y de Estados Unidos, un bastión contra el integrismo árabe y ya ha dado visos de una apertura política endeble y pobre respecto a lo que se puede considerar una verdadera democracia, pero con ello ha tranquilizado a los países aliados. En abril volverá a tratarse la cuestión en la ONU, pero no hay nada que parezca que vaya a revertir la situación.
Las promesas de otorgar mayor autonomía son solo un maquillaje que ha permitido asegurar el plácet internacional. Dilatar el tema es favorecer, una vez más, la estrategia marroquí. Así, el impulso de un referéndum, que se aguarda desde febrero de 1992, solo ha traído consigo la consecución de unas políticas aún más audaces para implantar ciudadanos marroquíes en el Sahara. Porque la política de Rabat es la de absorber estos territorios ricos en fosfatos y pesca sin importarle el precio que se haya de pagar. El tiempo juega a su favor, como suele suceder en muchos de los casos de territorios que, ante unas hábiles políticas de asimilación y colonización, van orillando a la población autóctona. Israel es el ejemplo más claro con respecto al territorio palestino.
Miles de saharauis viven en campos de refugiados en Argelia; otros, exiliados en terceros países; y Marruecos cuenta con otra ventaja ante su excedente de población, que busca en el Sahara una salida. Y a pesar de los muchos intentos de defender los derechos y libertades del pueblo saharaui por ONGs o personajes comprometidos -como Javier Bardem, que presentaba en la última gala de los Goya el documental "Hijos de las nubes" sobre el pueblo saharaui- el pasado diciembre, en Donostia, con motivo del Día Internacional de los Derechos Humanos, se hacía público el informe "El oasis de la memoria, Memoria histórica y violaciones de Derechos Humanos en el Sahara Occidental", de Carlos Martín Beristain, en el que se recogen dos centenares de casos graves de torturas y desapariciones. Los saharauis no cuentan con el apoyo de un país de prestigio que defienda sus intereses.
Así, la cuestión del Sahara responde a dos cuestiones fundamentales. Una, la falta de garantías humanitarias. Y eso que hace tiempo que el Frente Polisario tomó la decisión de acallar su actividad armada (Marruecos sigue actuando como si fuese un país conquistado). Y dos, que viene de la mano de la primera, es el atasco consultivo. Las políticas marroquíes en el Sahara no han tenido nada que envidiar a las de los serbios en Kosovo, pero eso no ha dado lugar a la intervención internacional para abrir un proceso independentista inmediato. Es otro lugar y otro tiempo. Esta parálisis solo ha favorecido la colonización marroquí y el reforzamiento de sus posiciones. Para cuando la ONU pretenda actuar en firme habrá, si no lo existe ya, otro problema entre la población saharaui y la marroquí que se ha incorporado al territorio.
El enviado personal del secretario general de la ONU, Christopher Ross, visitó en noviembre El Aaiún para preparar el terreno para las futuras negociaciones. Pero lo cierto es que no hay nada que fuerce a Marruecos a proceder a llevarlas a cabo con garantías, si accede a ello. En una fecha tan lejana en el tiempo como 1979, la ONU, a través de una resolución, instó a Marruecos a poner fin a la ocupación del territorio y proceder a una consulta. Y nada. Tras 16 años de guerra con el Frente Polisario, en 1991, tanto la ONU como la OUA consiguieron que Marruecos accediese a acatar este plan. Hasta hoy.
Marruecos ha logrado con hábiles maniobras evasivas abrir un proceso en este sentido, sabedor de que de otro modo tenía las trazas de perderlo. Marruecos solo se plantea que se confirmen sus tesis de que el Sahara es parte de su territorio, sin escuchar las propuestas saharauis. La ONU pide que se celebre una consulta que revele a voluntad de los saharauis mientras que Rabat se niega a ello. Pero ante este callejón sin salida, es hora de que se pase a la acción y, de esquivar Marruecos la cuestión, se plantee el reconocimiento de la República Democrática Saharaui a nivel internacional como una manera de posibilitar la existencia y reconocimiento manifiesto de la nación saharaui.
Por Igor Barrenetxea Marañón
Fuente: deia.com
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