Os voy hablar de mi educación y de lo mucho que me gustaba ir al colegio, que era bastante diferente al que estáis acostumbrados.
Mi colegio era bastante grande y de una sola planta; tenía un patio inmenso y muchas aulas, muchos profesores y claro, también muchos niños. Es más, no había ratio que marcara el número total de alumnos. Y esa no era su única peculiaridad, mi colegio, “mi madrasa”, tenía esas ventanas que muchas veces se dejaban abiertas porque el siroco que había soplado días antes las había tirado, esa puerta que los propios alumnos nos encargábamos de cerrar. Esas aulas que los alumnos rotábamos, según la lista de clase, para limpiar y mantener el orden durante el tiempo previamente fijado por todos. Los recursos ¡ay lo recursos! eran escasos, más bien simples, e incluso muchas veces brillaban por su ausencia y lo que abundaba en contraprestación era la ilusión de aprender en esas noches de estudio en grupos, en casa de algún compañero. A día de hoy lo sigo echando de menos… Los profesores eran esos grandes “funcionarios” que a veces iban y otras tantas no, pero las veces que lo hacían su presencia era notoria, les cantábamos el “buenos días maestros” y ellos, por su parte, se encargaban de llevar a cabo su labor. Eran rectos, detrás de sus turbantes oscuros o de sus “melhfas” había un verdadero edil que favorecía la total disciplina y respeto entre todos.
Por otro lado, estábamos los alumnos, esos niños que iban y venían algunos días desayunados y otros muchos que no, días con los deberes hechos y otros tantos que no y recibíamos el castigo correspondiente, que se trataba, nada más y nada menos, que con un palo nos golpeaban en las manos y vaya si espabilábamos. Aún tengo el recuerdo de recibir varias veces y preguntarme el porqué, pero era girarme y ver que mis compañeros se reían y hacerme la valiente, por no decir lo contrario.
Eran esos tiempos en los que daba igual ir con la ropa de toda la semana que ir despeinado, que ir desayunado o sin desayunar, que ir con zapatillas o sin ellas, pero lo que si importaba eran los libros, libros que en mi caso heredaba de mis hermanas mayores y que posteriormente heredaron mis hermanas pequeñas. Y la presencia en clase, el estar y participar, no sé si era nota actitudinal o procedimental, pero de lo que sí estoy segura es que sin aquellos recuerdos y sin educación un pueblo está totalmente perdido, sobre todo porque no tiene nada que contar.
“La educación es el arma más poderoso de un pueblo” Nelson Mandela.
Benda Lehbib Lebsir
Imagen: Carlos Cristobal
Fuente: 1saharaui
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