De cuando ser feliz era encontrar el cartón suficiente para forrar los libros. De cuando bastaba con un par de zapatos y un chándal que ha pasado por tres generaciones para vestirse todo el año. De cuando el mayor logro suponía conseguir un lápiz de color por dos sorbos de agua en pleno mes de julio y a 50 grados.
De cuando desayunar consistía básicamente en mojar pan en aceite o en té. De cuando mi madre me lavaba la cara justo en la entrada de la jaima y me la secaba con su preciosa melhfa. De cuando mi padre me despertaba para rezar todas las madrugadas. De cuando mi juego preferido consistía en pasar las horas muertas en el tejado de casa. De cuando las mejores fiestas se hacían en casa de los abuelos con un candil medio-iluminando la jaima.
De cuando el concepto de fiesta se refería única y exclusivamente a una reunión familiar. De cuando en vísperas de la fiesta del cordero todos querían invitar primero. De cuando nos cogíamos de la mano sin premeditación. Y no entendíamos el porqué. De cuando la palabra era el único medio de credibilidad.
De cuando éramos más de los que éramos capaces de sentir. En definitiva, de cuando, inconscientemente éramos nosotros mismos sin importar el como ni el porqué. Lo éramos y punto. Hablo de cuando éramos unos críos que solo sabían ser felices. Nada más.
Fuente: 1saharaui
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