El conflicto del Sáhara Occidental cumple cuatro décadas entre la desesperación de los refugiados, la incapacidad de la ONU y la ocupación marroquí.
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| La agente de policía Marien Mohamed Alouika, en un control rutinario en el territorio de los campamentos / Alfons Rodriguez |
Moulay Khatir Hanini, del partido nacionalista Istiqlal, es el alcalde marroquí del Municipio Rural de Tifariti, una pequeña localidad del norte del Sáhara Occidental a 23 kilómetros de la frontera mauritana. Gestiona un presupuesto, asiste a conferencias internacionales y ha firmado hermanamientos con ciudades africanas como Arusha (Tanzania) y Tombuctú (Mali). Pero en Tifariti nadie sabe quién es. Jamás le han visto por allí.
"Da risa", asegura Hamada Hadi, de 46 años, secretario general de la daira (ayuntamiento) de Tifariti. En el pueblo, un puñado de casas de adobe perdidas en una seca sabana moteada de acacias, monolitos de granito y restos bélicos, ondea la bandera roja, negra, blanca y verde de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD).
Viven aquí 140 familias beduinas, pero cuando llueve acuden muchas más con sus rebaños. "No nos gustan los campamentos [de refugiados en Argelia]. Aquí la vida es más sana. ¡No nos fuimos ni durante la guerra!", presume Fadli Chej, de 77 años, invidente, en la jaima donde vive junto a su mujer, Tislem, de 48, sus ocho hijos, dos nietos y su ganado: 25 cabras y cinco dromedarios.
Tifariti, donde la RASD quiere construir su parlamento y una universidad, es una de las siete poblaciones que quedan fuera del muro con el que el rey Hassan II de Marruecos rodeó la parte del Sáhara que logró retener tras la guerra de 16 años con la guerrilla del Frente Polisario, movimiento independentista surgido en los últimos años de la colonización española, apoyado por Argelia y en su momento por Libia y reconocido por la ONU como representante del pueblo saharaui. Un alto el fuego puso fin a las hostilidades en 1991.
Tras acorralar al último gobierno franquista con la llamada Marcha Verde, una invasión pacífica del Sáhara Español con 350.000 civiles movilizados por el ejército, el monarca había logrado que España entregara el territorio a Marruecos y Mauritania en contra de las resoluciones de la ONU que exigían su autodeterminación.
Todo eso sucedía en noviembre de 1975, hace exactamente 40 años, lo que lo convierte en uno de los conflictos más antiguos del mundo. Los mismos años que lleva fracasando la diplomacia internacional. Los mismos que decenas de miles de refugiados llevan malviviendo en el infernal desierto de la provincia argelina de Tinduf.
El ejército marroquí entró a sangre y fuego antes incluso de la retirada del último militar hispano. De la crudeza de la represión hablan las fosas comunes exhumadas en el 2013 por forenses de la Universidad del País Vasco. Algunos cadáveres llevaban aún su DNI español. En abril, el juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz procesó a ocho altos cargos militares y tres civiles marroquíes por supuesto genocidio en el Sáhara entre 1976 y 1991.
Mauritania, derrotada por la guerrilla, se retiró en 1979. En 1991, con la mediación de Naciones Unidas, Marruecos y el Polisario suscribieron un plan de paz que debía culminar con un referéndum para la autodeterminación al año siguiente. Se desplegó una misión internacional, la Minurso, cuyo nombre menciona expresamente el objetivo de la consulta y que es la única misión de la ONU que carece de competencias sobre derechos humanos.
Han transcurrido 24 años y el referéndum sigue en el limbo. Rabat se niega a discutir otra solución que no sea una amplia autonomía para sus Provincias del Sur, con el amparo del veto francés, y hasta hace no mucho el estadounidense, en el Consejo de Seguridad.
El muro que divide en dos el Sáhara, el mayor del planeta en su género, un talud de arena de 2.700 kilómetros defendido por más de 100.000 soldados, armamento pesado, búnkeres, sofisticados equipos de vigilancia electrónica y no menos de diez millones de minas, engloba todas sus ciudades (El Aaiún, Smara, Dajla, Bojador), su litoral de más de mil kilómetros y sus recursos naturales (fosfatos, pesca y posiblemente petróleo).
Pero ningún país, ni siquiera sus más estrechos aliados, Francia y las monarquías del Golfo, reconoce la soberanía marroquí sobre el territorio, que desde 1960 está para la ONU pendiente de descolonización. La inmigración de marroquíes ha elevado la población de los 74.000 habitantes del último censo español a más de medio millón. Los saharauis son ya apenas el 20%.
El hermetismo en la zona ocupada es casi absoluto. Se impiden las visitas de periodistas, grupos de derechos humanos y parlamentarios extranjeros a un territorio donde desde el 2005 han sido frecuentes las protestas políticas y sociales, reprimidas con dureza. La de 20.000 personas en Gdeim Izik hace justo cinco años, verdadera precursora de la primavera árabe, se saldó con al menos 13 muertos. La imagen de Aminetu Haidar en huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote dio la vuelta al mundo en el 2009.
Al otro lado del muro, sobre unos 70.000 kilómetros cuadrados poblados por unas 30.000 personas, la mayoría nómadas, ejerce su soberanía la RASD, reconocida por 82 países (casi cuatro veces más que los que reconocen a Taiwan). Es miembro fundador de la Unión Africana, de la que el único país del continente que no forma parte es Marruecos. Rabat intenta evitarle nuevos apoyos cueste lo que cueste: cuando el Parlamento sueco se ha planteado debatir la cuestión, le ha denegado los permisos al nuevo Ikea de Casablanca, aunque eso deje sin empleo a 400 personas.
Una aduana controla la entrada en los llamados territorios liberados cerca del punto donde coinciden las fronteras del Sáhara, Argelia y Mauritania. El esqueleto de un autobús urbano de Plasencia se calcina al sol junto a la garita donde, sobre un pupitre escolar, se revisa la documentación de los viajeros. Pasan por aquí "entre 60 y 70 vehículos diarios, el 10% camiones" para seguir viaje por un desierto donde ya no hay carretera alguna, detalla su responsable, Abdel Hamdi Alhay, de 67 años.
La RASD es el primer precedente de un Estado surgido a partir de cero y en el exilio. "No heredamos nada de España, llegamos a estas tierras sin nada", recuerda su Primer Ministro, Abdelkader Taleb Omar. Se gobierna desde Rabuni, en los campamentos de Argelia, bajo gestión saharaui, en los que se refugiaron tras la invasión unas 50.000 personas. Hoy están registradas 220.000, según el Censo Nacional de la RASD. Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, las cifra en 90.000.
Viven sin medios en uno de los entornos más duros de la Tierra. Y las inundaciones de mediados de octubre, las peores en décadas, han causado graves daños a sus precarias viviendas y reservas de alimentos y han empeorado aún más las condiciones de vida de una población que desde el 2011, con el inicio de la crisis en los países donantes, ha visto caer la ayuda que recibía en un 57%, afirma el Ministerio de Cooperación saharaui.
Los meses buenos -porque a menudo no se alcanzan estas cifras- se reparten por persona diez kilos de harina, un kilo de arroz, uno de cebada, dos de lentejas, uno de azúcar, uno de soja, tres de vegetales frescos, un litro de aceite vegetal y una lata de 425 gramos de caballa, única fuente de proteínas animales. El ganado (dromedarios y cabras) y algunos huertos complementan tan magro racionamiento. El resultado: no hay hambre, pero sí "desnutrición crónica del 30% de los niños hasta cinco años, anemia en una de cada dos mujeres, y el índice más alto del mundo de celíacos, un 6%, debido al exceso de hidratos de carbono en la dieta; la ayuda del Programa Mundial de Alimentos está pensada para emergencias, no para años", señala Buhabeini Yahya, presidente de la Media Luna Roja Saharaui.
Cuatro décadas después, aquellos campos provisionales se han convertido en verdaderas ciudades de adobe que se expanden junto a las rutas que conectan Argelia y Mauritania. Surgen por doquier modestísimos comercios, restaurantes o talleres que abren aquellos que cuentan con aportaciones económicas del exterior. Suelen funcionar como cooperativas de varias familias. Hay incluso una fábrica de jabón, una de pasta alimenticia y un laboratorio de producción de medicamentos. En sus calles polvorientas han crecido ya dos generaciones que no han conocido más que una vida sin oportunidades en el desierto, y entre las que se extiende el descontento, también con sus gobernantes. "Aquí no hay vida", repiten los jóvenes, que han secundado diversas protestas. Abundan las voces que claman por el retorno a la guerra. El congreso cuatrienal del Polisario, en diciembre, debatirá entre otras esta posibilidad.
"El muro es vulnerable. Sabemos el momento y el lugar", nos asegura Ahmed Jer, de 51 años, que manda una compañía de 120 hombres en la región de Tifariti con soldados de entre 18 y 70 años. Respecto al cómo, unos delgados combatientes que emergen del suelo bajo nuestros pies, cubiertos de tierra y armados hasta los dientes, durante unas maniobras en Bir Lehlu nos dan una pista: largos túneles subterráneos.
"Resistimos 16 años de lucha y ahora somos más fuertes que entonces. Podemos movilizar hasta 30.000 hombres con armamento moderno. Esta vez llevaremos la guerra al interior de Marruecos. Ningún marroquí podrá vivir en paz hasta que esto se acabe", advierte el Ministro de Defensa, Mohamed Lamin Albuhali. Y, por ahora, nada hace esperar un cambio en el frente diplomático que aleje el peligro de que eso acabe sucediendo.
Joaquim M. Pujals
Fuente: lavanguardia.com
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