Con el advenimiento de las primeras gotas de agua las palomas reanudaron su vuelo migratorio y el viejo gato huraño descendió mojado del tejado, sin haberse logrado en su juego encubierto, sus verdaderas intenciones cara a las aves. El felino cansado se quedó durmiendo en el sofá de la esquina, haciendo caso omiso a las inundaciones que se apoderaron de buena parte de la casa.
Las fuertes lluvias se prolongaron hasta muy entrada la noche y, en las primeras horas del amanecer la gente se levantó para contemplar un panorama apreciable donde el agua y el desierto se fundieron en un abrazo intrínseco.
Con la espalda pegada a la fría pared de adobe, uno se refugia plenamente en la penumbra del cuarto menos espacioso que reza en dirección al patio abierto a un cielo totalmente nublado, para encontrar la nueva imagen.
Ese espacio abierto es sin duda el dominador común de cualquier beduino a la hora de reflexión natural o sobrenatural. No es más que una verdadera simbiosis donde lo interno y lo exterior se ven ligados en una plegaria casi inusual.
En el Sahara la lluvia siempre ha sido motivo de inspiración colectiva. Y un canto al aire límpido, empujado por otros cielos y por lejanos mares que se identifican con nuestro pasado y nuestra identidad. Las resecas hojas de la única acacia del patio, crujen bajo nuestros pies enfangados. Por lo tanto, la lluvia del último viernes es un canto de libertad y un motivo para comenzar arar, no en la mar.
Si todas las invocaciones tienen nombre de santo. Por cierto, lo que sucede en lo adelante conviene...
Mohamidi Fakal-la
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