Por Bahia M.H Awah / Texto de Conchi Moya (Periodista y escritora madrileña colaboradora invitada) / Ilustración de Fadel Jalifa / Y..¿Dónde queda Sahara?
– ¡Que venga Bobih! ¡Quiero que venga Bobih! ¡Quiero escuchar su voz!
– Este bebé no va a nacer hasta que mi nieta escuche cantar a Bobih… – se lamentó la comadrona.
Mariam chillaba con desesperación en la jaima donde estaba dando a luz. Era su cuarto hijo pero nunca había pasado por un alumbramiento tan accidentado. Un parto era algo muy serio, y por mucho que hubiera imaginado antes de ser madre el dolor que conllevaba, jamás se había acercado, ni de lejos, al desgarro que suponía traer a un hijo al mundo. Pero siempre había contado con la mejor comadrona, su abuela. Y su buen estado de salud y la finura de su cuerpo habían resultado decisivos para que sus tres experiencias anteriores no hubieran resultado insoportables.
Tampoco había pasado por sobresaltos en sus otros embarazos. A la emoción que sintió durante el primero, le siguió el miedo a un dolor ya conocido que experimentó en el segundo y finalmente la placidez que le dio la veteranía del tercer embarazo. Pero se había sentido rara desde que supo que se encontraba en cinta por cuarta vez. Una sensación extraña, no sabría explicarla, que no le había abandonado durante los nueve meses. Ella, que era en extremo juiciosa y tranquila, había vivido en una constante agitación. Se sentía vulnerable, caprichosa e irascible. Tenía constantes antojos; le apetecían las comidas menos convenientes, los perfumes más empalagosos y vestir melhfa de la mejor calidad. A su Hamdi, que bebía los vientos por ella y la quería hasta la adoración, le costaba un gran esfuerzo disimular la impaciencia que le producían sus extraños deseos. Sólo se sentía satisfecho gracias a la desconocida concupiscencia que devoraba a la recatada Mariam. Aquel giro en sus hasta entonces correctas relaciones era una novedad bienvenida por él.
Pero aquella petición iba más allá de lo aceptable. La exigencia de que Bobih, la voz más admirada en Auserd, acudiera a la jaima donde tenía lugar el alumbramiento, era algo nunca visto.
La comadrona, desesperada, intentaba calmar a Mariam, hacer que se callara para que los que esperaban fuera de la jaima no escucharan aquellas insensateces. Pero no había forma. La parturienta estaba empeñada en escuchar a aquel hombre de voz prodigiosa, que además tocaba la trompeta en la banda de Tropas Nómadas. Si él no llegaba no habría bebé, parecía decir Mariam. Para la abuela aquello era lo nunca visto, una completa inconveniencia. Relacionarse con los españoles no había traído más que salidas de tono entre las parejas jóvenes, que no sabían guardar el decoro y las buenas formas. La abuela suspiró. No había más remedio que claudicar.
Se dirigió a la jaima vecina, donde esperaban los hombres tomando té. Les explicó la situación. Mariam se estaba comportando con una desconcertante tozudez y si no actuaban pronto aquel parto no culminaría bien. Los hermanos y el padre de Mariam, movilizados por la abuela, fueron a buscar a Bobih al cercano frig donde acampaba con su familia. Por suerte no hizo preguntas ni pareció molesto con la petición. Se apresuró a acompañarles hasta llegar a la jaima de la parturienta. Bobih se colocó sentado al lado de la falda trasera de la jaima, los hombres no podían acceder al recinto sagrado donde tenía lugar el parto, y empezó a cantar una alabanza a la victoria de los guerreros saharauis: Inna sahibu alyubni la ianya min al gadari, “El cobarde no se salva de su destino”.
En ese instante se escuchó el grito desgarrado del último empujón y un poderoso llanto.
– ¡¡¡Es una niña!!! Por fin Mariam me ha dado una niña. Alabado sea Dios – gritó la abuela.
Los hombres se abrazaron a Bobih en el exterior de la jaima. Se escuchó el zgarit de las mujeres.
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