Mahmud hace té en los territorios liberados del Sáhara Occidental
Ruge el viento tras la lona de la jaima. Hoy ha sido un día más de calor. En su interior, nuestro hombre saca una libreta donde anota recuerdos, inventa historias y relata la vida en el campamento. A veces le gusta pensar cómo era la vida en la ciudad, el ajetreo, el ruido, sus gentes y el olor a mar. Escribe a mano para luego trasladarlo al bloc de notas de su Samsung Galaxy, con paciencia y esmero. Y entonces, cuando todos duermen, mientras los escarabajos excavan túneles en la tierra, camina hasta un lugar elevado en busca de un poco de cobertura. Consigue enviarnos su crónica, su relato, su historia. Memoria viva de todo un pueblo que deja escapar los días en un campamento de refugiados en el más inhóspito de todos los desiertos. Mi admiración y respeto a nuestro compañero, Mohamidi Fakal-la, un valiente caballero del desierto.
Esta entrada ha sido escrita por Mohamidi Fakal-la desde los campamentos de refugiados saharauis.
Las manecillas del tiempo se detienen en la vastedad del desierto, kilómetro tras kilómetro, adentrándose en los parajes de una tierra que desciende lentamente en un encuentro inevitable con las costas atlánticas.
El peso del viaje se nota desde el primer momento en que las ruedas comienzan a girar desde los campamentos de refugiados saharauis en dirección al oeste, al son del rugir del motor del Land-Rover, y con el sabor de las trufas blancas y marrones en el paladar, bendición de las últimas lluvias de otoño.
En el kilómetro doscientos cuarenta los gigantescos focos de un cuartel de las Naciones Unidas son señal inequívoca de que te encuentras en las altitudes del poblado saharaui de Birlehlu, lugar donde fue constituida la República Saharaui en febrero de 1976, tras la apresurada y traicionera salida de España del territorio. A pocos kilómetros, hacia el sur, se divisa la frontera con Mauritania. Y entre dos líneas de demarcación geográfica se constata claramente por el viajero cómo se muere sin prisa el efecto de los aires intranquilos del este, que vienen empujando el vehículo, envuelto en una polvareda de los terraplenes. En un alto en el camino, rodeado de barracones y contenedores, emerge el poblado en los últimos años, y la vida parece florecer de nuevo en el semblante del carnicero, el carbonero, el comerciante, el enfermero, el ganadero y el del maestro. A pesar del adiós a las armas. Sin embargo, las ruinas de la guerra continúan todavía mostrando su feo rostro en las callejuelas y en las paredes del único hospital de la zona. Los restos de minas y de obuses se amontonan en el recuerdo de un antiguo cementerio de chatarra bélica, en torno a un vetusto carro de combate, carcomido por el óxido y el permanente azote de las inclementes tormentas del desierto.
Es el universo del desierto y el afán de su gente. Gentilmente, representada en la profecía santuaria de los reflejos que encarna la badia en tiempos de lluvia, de historia y de leyendas en el canto de voz de una asamblea de notables en cada rincón de las jaimas, desperdigadas en la vasta región de Zemur. En aquellas soledades Mahmud cuenta los días de buenos pastos antes de que le sorprenda el verano, a la altura de una terrosa ladera. El rostro surcado por un laberinto de arrugas que se pierden en el encuentro de una barba de mechones blancos. Pero en todo ese recuento el tiempo continúa estático sin desvelar los años del anciano, sentado a solas, parco en el habla y en los utensilios que le rodean. En un viaje en el tiempo y con una atención increíble hacia todo el entorno, incluidos los hatos de cabras, mientras saborea el ritual té que combina con los sentimientos de una paz inconclusa. Nos invita a pasar la noche en su modesta jaima, levantada por un solo mástil como la yurta de los nómadas de Mongolia.
Con el silbido de los pájaros, sorprendidos por las luces del día que reivindican a las siluetas ensombrecidas que les dejen paso, y en el fulgor de aquellas luces transcurre el día sin novedad. Desde la ladera de Mahmud me quedo contemplando el sol en la misma dirección que nos subyuga a todos. En esos momentos de catarsis sé que el oeste retiene la lejanía en el silencio ensombrecido y que la naturaleza envuelve el perfil en la justa medida de los cauces de la vida.
En el momento en el que el astro rey de las luces se pone en el difuso horizonte buscando otras fronteras distantes, ya no cabe ninguna duda: en este instante, al acercarse a los bordes de la tierra, cae de un solo golpe en las redes de los pescadores.
Fuente: blogs.elpais.com
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