Fotografía de Marcello Scotti
Fuente: blogs.elpais.com
Esta entrada ha sido escrita por el periodista y escritor Limam Boisha, miembro de la Generación de la Amistad Saharaui.
Mufida miró el cielo y vio cómo resbaló aquella nube tostada y cómo se precipitó riendas abajo, rodó y se volvió un aguacero de langostas que devastó lo que encontró a su paso. Vio cómo en pocos minutos, miles, millones de insectos depilaron las plantas y dejaron las ramas de las acacias en los puros huesos. Y en los puros huesos quedó la Badía, el desierto fértil, que en aquel momento era como un manto verde antes de su barrido. En los sucesivos meses varias tormentas rojas asolaron toda la región y le siguió una sequía que forzó a numerosas familias a abandonar los lugares de pasto donde siempre habían nomadeado. Mufida resistió hasta que su ganado agotado, enfermo, víctima de la sed y el hambre, diezmó. Estaba sola como nunca lo había estado anteriormente, y ya no era joven como años atrás antes de la picadura de la serpiente por la que tuvieron que amputarle una pierna.
Una noche en medio de aquella adversidad, con su voluntad ya quebrada tomó la decisión de ir a los campos de refugiados en el sur de Argelia donde vivía su hermana Salka. Desde que llegó se sintió perdida. Añoraba el desierto fértil donde siempre ha vivido y pronto descubrió que era alérgica al polvo de aquella tierra inhóspita. Pasaba la mayor parte del tiempo recluida en su jaima y cuando salía caminaba balanceándose con su pie ortopédico de palo que le daba un aire siniestro.
Meses después de su llegada circuló un rumor, primero como susurro de boca en boca y entre pocos, después se expandió de jaima en jaima. La frecuencia se dispersó como si alguien hubiese humedecido el aire de todo el campamento con el rocío de aquél rumor. Durante días no se hablaba de otra cosa: en las colas del reparto de alimentos, junto a los depósitos de agua, en el hospital, en medio de los caminos polvorientos que llevaban a todas partes y a ninguna, y sobre todo, en las ceremonias alrededor del té en el barrio donde Mufida se había instalado.
La nueva vecina del barrio, la que acababa de llegar de la profunda badía, la hermana de Salka, era Selala, decían.
Algunas personas revelaban que todo empezó con la muerte de Naama, una mujer de edad avanzada que vivía en una de las jaimas próximas a Mufida.
"Fue ella quien desangró a nuestra madre y la dejó como un papel blanco” – señaló una de las hijas de la víctima, más de una vez.
Hubo quienes nada más escuchar aquella acusación empezaron a evitar el camino que pasaba cerca de donde vivía. Algunas veces cuando Mufida entraba en una jaima vecina, había individuos que se cubrían el rostro con disimulo con sus melhfas o turbantes para no cruzar sus ojos con los de ella por miedo a que los desangre en el acto. Salka se quejaba de esos rumores e intentaba contrarrestarlos:
"Mi hermana quiere mucho a los niños y siempre les está regalando caramelos y ningún niño ha sido desangrado", dijo una tarde a su amiga en el mercado.
Días después, al mediodía de una jornada calurosa, Mufida se cruzó con un hombre que venía de dar de comer a sus cabras en los corrales que estaban a las afueras del campamento, este saludó a la mujer y ella le devolvió el saludo sin apenas parar, cuando el hombre alcanzó su jaima se desmayó. Una señora dijo que les había visto conversar y que fue ella. Aunque el médico diagnosticó que la causa de la pérdida de conocimiento fue por una fuerte insolación, algunas personas no acabaron de creerse aquella versión.
Durante varios meses los rumores subían y bajaban según la frecuencia y el ánimo de la gente, hasta que cesaron por completo. Aquél día Mufida recogió sus pertenencias y se fue. Nadie, excepto su hermana, supo dónde había ido.
A las afueras de otro campamento muy lejano llegó Mufida e instaló una jaima, pequeña y harapienta y empezó a vivir allí en compañía de dos o tres cabras que le regaló su hermana antes de irse. Otras gentes que Mufida jamás había visto se le acercaban y trataban de persuadirla para que abandone aquél lugar y fuera a vivir en uno de los barrios cercanos, pero a pesar de su insistencia, ella no aceptaba el ofrecimiento y cuando algunos le llevaban el reparto de la ayuda humanitaria, Mufida agarraba en su mano una botella de aceite y vaciaba su contenido sobre su cabeza y abría las bolsas de lentejas o harina y se embadurnaba el cuerpo con los alimentos y el resto lo arrojaba a las cabras y se encerraba en su jaima.
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