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EL SÁHARA DE LOS OLVIDADOS اِل ساارا دي لوس اُلبيدادوس




"Háblale a quien comprenda tus palabras"
"Kalam men yafham leklam"

La Güera


Por Bahia M.H Awah / Fuente: Y...¿donde queda el Sáhara?

Texto de Mohamidi Mohamed Fakal-la, escritor y periodista saharaui desde los Campamentos de Refugiados Saharauis, Tinduf, Argelia. Foto extraida del articulo "El último testigo La Güera", escrito por Jesús Flores Thies. Imagen en la que pone de nota: "Caravana de camellos pasando frente al fuerte. Esta caravana iba protegida por una (mía) de la policía indígena al mando del teniente La Gándara". 

El crepúsculo vespertino desplazaba los últimos vestigios de bruma que enturbiaban la faena de las embarcaciones de los predicadores a primeras horas de la mañana. Varados, en espera, durante la noche, frente al viejo muelle construido sobre el dique de rocas de donde nace el nombre de La Güera. De este modo, todo el mundo esperaba los comienzos de la jornada diurna en la que se veían enfrascados los habitantes, netamente los hombres y mujeres de la mar.

El sol se asomaba, el cielo se levantaba y la tierra se dejaba descubrir en un encuentro eminentemente de tal manera que sus comienzos se veían claramente en la punta de Cabo Blanco. A la altura del acantilado fronterizo, se vislumbraba el mojón número uno, bendecido por una orden colonial y una Cruz que contemplaba el mar y los intermitentes destellos nocturnos del faro principal de las dos ciudades divididas, y unidas por las mismas aguas: La Güera y Nuadibou, respectivamente.

En ese punto de encuentro, uno se quedaba ilusionado y a la vez apasionado por el embrujo que poseían estas tierras que miraban hacia el sur, apaciguadas por tibias aguas saharianas. Por cierto, en esos momentos, los pescadores lanzaban sus cañas con acierto y prontitud a fin de volver con buen pescado, antes del cierre de la panadería de Joaquín Bravo y del economato de víveres que proveían mensualmente los buques: La Gomera, León y Castilla, con sus altas chimeneas y bramidos, todavía en alta mar, levantaban en un grito de júbilo a la población, después de tanta espera.
Hecho similar ocurría el día del desembarco del barco cisterna, la aljibe que traía desde las Palmas agua potable al vetusto tanque que avecinaba el banco, la casa de Deidih Brahim, la Oficina Comarcal, la Ayudantía de Marina, la Iglesia y el antiguo dispensario gestionado por sanitarios diplomados como Antonio Mosquera, Mohamed Embarek Fakal-la, Aziza Mint Badadi, Antonio Sirvienta y Mohamed Uld Alaita.

Con todo ese Dédalo de construcción colonial, la casa de correos cerraba las colindantes viviendas; todas ellas, miraban uniformes la chiquitita plaza de los domingos, que unía por su parte al centro del poblado con la carretera que se dirigía a la ciudad de Dajla.

En cuanto a la cisterna abandonaba el puesto, los bidones de doscientos litros de agua comenzaban a rondar hacia las viviendas. Mientras que otros residentes llevaban sobre los hombros las garrafas de cristal con el preciado líquido.

Los güereños son por excelencia gente de litoral, de paz y de cohesión social. Se dice que ellos fueron los primeros en descubrir el misterioso canto de las sirenas en el interior de las colosales canchas arrojadas por el mar. Y se dice igualmente que permitieron al capitán Pérez enterrar a su hija, Chalita, a pocos metros del cementerio musulmán, bajo una pirámide de arena coronada por una cruz. La Güera también era el único lugar del Sahara en el que las focas monje, así como los avestruces y las gacelas compartían por igual el mismo litoral en aquellos tiempos de paz.

Los oriundos de la legendaria ciudad sus almas se encontraban siempre pendientes de los cuatro Fuertes que vigilaban la tierra y el mar. Y parece ser también, que los antiguos muros contaban en un silencio sepulcral la historia que revelaba que el lugar fue fundado en 1920 por el coronel Bens.

Entonces no era más que un fuerte abandonado por los portugueses y una factoría desconocida de salazón de pescado. El hecho lo confirmaba uno de los nativos del lugar, El Chej Ahmed Alhaiba. La localidad se identificaba en sus mejores tiempos con la célebre Insamarta, donde se fabricaba harina y aceite de pescado destinados al mercado insular. La empresa fue gestionada primeramente por Manuel Ayala que la cedió posteriormente al coronel Emilio en cooperación conjunta con la Cofradía de pescadores canarios.

Poco a poco, la ciudad prosperó y, aún más, con el funcionamiento del motor generador de electricidad que trabajaba con gasóleo, a principios de los años sesenta. El precursor del proyecto fue el señor Manuel Ayala Naranjo. El seguimiento de las averías del motor corrían a cargo de un tal Antonio el mecánico, el del faro; sus ayudantes eran Brahim Uld Chiaa y Ahmaddu Ahmed Labeid. De hecho, próspero el comercio y se destacaron buenos comerciantes, nativos y europeos, de la talla de Deidih Uld Brahim, Aleiwa Uld Emboirik, Brahim Uld Bachir, Juan Sánchez, Benito Rosa y Fefo, entre otros.

En diciembre de 1975, sorpresivamente, todo tuvo su fin. Y la guerra puso su triste velo, y dejó sus nefastas señales sobre el poblado y la población. Todo fue tragado por la arena y el olvido. La población huyó sin rumbo ni destino. Y hoy el sol brillaba sobre la desolación de ruinas y escombros sumergidos en la arena, que glorificaban una ciudad muerta junto al cementerio de sus primeros conquistadores.



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