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IV Centenario Cervantes: El molino de Uld Rabu

Mujeres en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf, Argelia


Como saharauis que hablamos, pensamos y hasta soñamos en español, con motivo del IV centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, queremos inaugurar el mes de abril con nuestro pequeño homenaje al gran escritor. Esta entrada ha sido escrita por el periodista y poeta Limam Boisha, miembro de la Generación de la Amistad Saharaui.

Cuando el molino abría sus puertas, Uld Rabu entraba y salía con las manos cubiertas de harina hasta los codos y su turbante se tornaba más blanco que negro, aunque, a decir verdad, no hacía nada allí dentro. A Uld Rabu le gustaba ser jefe de algo. De cualquier cosa. Dirigir la aglomeración de sacos de trigo que la gente traía para moler y poner orden en la cola, para ello, repartía unas papeletas con números a los tres primeros de la fila y a continuación, iba hasta el final y les daba prioridad a los tres últimos. Uld Rabu recibía reprimendas a diestra y a siniestra. Él alegaba que los últimos, también se habían levantado a la misma hora que los primeros en la cola, el problema era la falta de transporte. Cuando se intensificaba el desorden, entraba dentro del molino, se hincaba de rodillas, y gritaba que ese no era el molino que él quería. Ese no era el molino de su sueño. Y añoraba volver a su tierra, para materializar su anhelo. El señor del molino le miraba con compasión, y no decía nada a Uld Rabu, que ya era un cuarentón. Un bohemio y un solitario.

Marcado por el estigma de la locura, trajinaba en mil oficios, pero su favorito, era ayudar, a su manera, al señor del molino, un viejo parvo que llevaba más de treinta años entre el polvo y aquella maquinaria anticuada.

Por la tarde, cuando el molino de piedras y techo de zinc cerraba sus puertas, Uld Rabu iba a descansar a la sombra de cualquier pared de adobe. Allí charlaba consigo mismo o con los transeúntes que se paraban al borde de la carretera, esperando cualquier coche o camión que les llevará a sus destinos. Algunas veces, de tanto esperar, dejaban la carretera y se iban hacia la protectora sombra. Uld Rabu sabía que, tarde o temprano, se le sumaría gente para conversar. Cuando él comenzaba, no había manera de pararle. Gesticulaba mucho. Polemizaba y también les hacía reír. Le gustaba hablar de todo y de todo hablaba.
Decía cosas que la gente no se explicaba de dónde las sacaba, como: «Las revoluciones las hacen los inteligentes, mueren en ellas los valientes y viven de ellas los cobardes». Se refería a conflictos tan lejanos y complejos como Kachemira o Irlanda. Y sin motivo sacaba a relucir el tema del rayo verde y les decía que es un misterio y que se puede ver con el alba. Prometía a su espontáneo auditorio que fundaría un partido, libre y democrático, para resolver todos los problemas del pueblo y que transformaría el molino en algo tan maravilloso como el pan. Los que no lo conocían, se quedaban boquiabiertos, no sabían si creer o no lo que les decía y como casi siempre, lo iban abandonando, a medida que llegaban camiones o coches.

Cuando se quedaba solo, iba a deambular por las instituciones. Charlaba con el guardia del Hospital Nacional o preguntaba a los funcionarios de la Justicia si necesitaban su ayuda. Por la noche, cuando todos se habían resguardado en sus hogares, Uld Rabu hacía tranquilamente su paseo nocturno —a esas horas de la noche, nunca se separaba de su linterna, ni de día de su radio— hasta la fuente del agua, no muy lejos de donde vivía. Se sentaba a escuchar el murmullo del agua y sólo allí sentía, en el fondo de su alma, que recuperaba la serenidad. Al volver del paseo, se encerraba en su minúsculo cuarto de adobe. Abría su cofre y sacaba al azar uno de los libros. Los únicos que tenía: dos tomos de Don Quijote de la Mancha. Y leía. Más bien releía hasta cansarse.

Una noche, cuando Uld Rabu, apagó su linterna, se encontró galopando encima de un caballo blanco. Atravesó todo el Sáhara, con su muro y su tragedia. Con su relieve y sus reliquias, hasta alcanzar el Fuerte de su infancia en Dajla (Villa Cisneros). Del Fuerte salía un soldado que le regalaba caramelos y otro que le regañaba para que volviera a donde había venido. Uld Rabu, regresó y lamentó la larga espera. Quería volver al Fuerte para transformarlo y convertirlo en su molino. Un molino de palabras, donde se aprendería a moler oraciones y se alimentaría a futuros espíritus libres.

* Extraído del libro Don Quijote, el azri de la badia saharaui, escritores saharauis.



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